jueves, 26 de diciembre de 2019

COPOS DE NIEVE Y VASOS DE WHISKIE


En Diciembre de 2017 recibí con sumo gusto el encargo para la revista Vanity Fair de escribir un texto sobre una de esas canciones más grandes que la vida, "Fairytale of New York" de The Pogues. Como suele suceder en estos casos el artículo no se publicó integro, pero lo guardé esperando el momento de sacarlo a la luz en este rincón eyaculatorio donde trato de ordenar algunas de las cosas que pasan por mi cabeza. Este momento es tan bueno como cualquier otro, de modo que espero que lo disfruten tanto como yo lo disfruté pariéndolo y... Happy Christmas Your Arrrrrse!!!







Portada del single original.






El pasado 23 de Noviembre se cumplieron 30 años del lanzamiento oficial de un single destinado a instalarse para siempre en la memoria colectiva de la humanidad como ninguna otra canción en las tres últimas décadas. Pese a lo hiperbólico del juicio no podemos referirnos de otra manera a un tema musical considerado una y otra vez como la canción navideña por excelencia tal y como se demuestra en cada encuesta realizada al uso en el mercado occidental. Desde Bing Crosby y su “White Christmas” (radiado por vez primera el día de Navidad de 1941 y puesto a la venta en 1942) hasta productos prefabricados del estilo de “Santa Tell Me” de Ariana Grande, la historia de la música pop ha asistido al alumbramiento de cientos de tonadas navideñas buscando estremecer el corazón (pero sobre todo la billetera) del consumidor musical. Una carrera por ganarse el fervor popular capaz de producir tanto auténticas obras maestras (el álbum navideño de Phil Spector de 1963) como vergonzosos, predecibles y olvidables números destinados únicamente a inflar las cuentas corrientes de los prebostes de la industria (el citado tema de Ariana Grande, “Happy & Merry” de Katy Perry, y un largo etcétera de subproductos envueltos en coloristas videoclips plagados de buenrollismo y desfiles de sonrisas bobaliconas) Pero ninguna canción ha conseguido el difícil y equilibrado éxito entre crítica y público de la manera en la que la banda anglo-irlandesa The Pogues lo hiciera cuando a finales de 1987 su cuento de hadas de Nueva York viera la luz, convirtiendo el tema musical en un “item” navideño de calado tan obligatorio como “¡Qué bello es vivir!” de Frank Capra. Y al igual que una de las varias obras maestras de Frank Capra hablamos de un producto navideño que lejos de padecer un exceso de azúcar y almíbar, presenta en realidad una capa de amargura bajo su superficie que ayuda en su trascendencia como instrumento de las más profundas emociones humanas. Todo ello pese a la previsible “explotaition” del tema en los últimos años, con distintas voces femeninas intentando recrear la magia de la versión original y un Shane MacGowan cada vez más deteriorado (la más reseñable, la que cuenta con Katie Melua en Diciembre de 2015, con un resultado tan fantástico que ha sido incluida en la reedición con motivo del 30 aniversario de la canción… la más curiosa, en la que participa Ella Finer, hija del músico Jem Finer, uno de los protagonistas principales de esta historia, como el lector descubrirá si decide acompañarnos durante las próximas líneas)


The Pogues, a pesar de su corta vida por aquel 1987, ya eran una banda extremadamente popular en el Reino Unido, gracias en gran parte al carisma de su vocalista y uno de los principales compositores, Shane MacGowan, un punk alcohólico nacido en Kent precisamente un día de Navidad (el 25 de Diciembre de 1957) de ascendencia irlandesa y quien después de haber demostrado sus cualidades al frente de The Nipple Erectors (también conocidos simplemente como The Nips), banda en la que coincidiría con James Fearnley (posteriormente acordeonista en The Pogues), encontraría el vehículo para su asalto a la posteridad cuando con otros ingleses e irlandeses devotos del folk irlandés formase The Pogues, la banda que supo ganarse el favor del gran público y la atención de los medios de comunicación con sus sonidos de reminiscencias célticas pero manteniendo su particular actitud y personalidad punk desde la independencia de su propio sello discográfico, Pogue Mahone. Como se ha dicho en tantas ocasiones, The Pogues se formaron buscando ser el cruce imposible entre The Clash y The Dubliners.


Atendiendo a la biografía de la banda escrita por el citado James Fearnley (“Here Comes Everybody: The Story of The Pogues” Faber & Faber, 2012), la historia alrededor de “Fairytale of New York” responde simplemente al prosaico interés monetario del manager de la banda, Frank Murray, quien inquirió a sus músicos a lanzar un tema navideño, llegándoles a proponer incluso una versión de un tema de 1977 de los americanos The Band, “Christmas Must be Tonight”, canción que no hacía especial ilusión al grupo por lo que la propuesta de acometer una lectura del tema de Robbie Robertson fue desechada y MacGowan y compañía se lanzaron a escribir su propia canción navideña . Esta parte de la historia la corroboraría años después otro miembro de la banda, “Spider” Stacy, con motivo del fallecimiento de Murray, en Diciembre de 2016 (curiosamente pocos días antes de la Navidad), pero hay otra versión que particularmente nos gusta más y es la que mantiene el cantante MacGowan, puesto que nos trae a escena a uno de los mayores genios musicales de toda la historia del pop británico: el inabarcable Declan McManus/Elvis Costello.   



El "Rey del America" y la "suntuosa".




A mediados de los 80 la figura de Costello ya era gigantesca. No sólo era el artista que acompañado de The Attractions había puesto patas arriba la escena punk y power-pop mundial. Su labor como productor y valedor de nuevos talentos le convertía en una especie de “gurú” del pop británico. Nombres como Squeeze, Specials, o su viejo amigo Nick Lowe ya conocían las excelencias a los mandos de la producción por aquel entonces del músico londinense. The Pogues serían otros de los que pasarían por las manos de Costello. El segundo LP de la banda, “Rum Sodomy & The Lash”, trabajo que les había puesto en el mapa gracias a temas tan formidables como su lectura del clásico de Ewan MacColl, “Dirty Old Town”, o ”A Pair of Brown Eyes”, contaba entre otros aciertos con la sabia producción de Declan McManus. Era 1985. Un año más tarde el imprescindible sello Stiff (label que fue cuna tanto de The Pogues como del propio Elvis Costello) editaría un 7” de cuatro temas, “Poguetry in Motion” (fabuloso juego de palabras con el famoso tema de Johnny Tillotson, “Poetry in Motion”) también producido por Costello. A esas alturas de la historia, en aquel 1985 de plena relación entre Elvis Costelllo y The Pogues, es cuando Shane McGowan afirma que, en una especie de vuelta de tuerca a la génesis del “Frankestein” de Mary Shelley, Costello reta a la banda alegando que no son capaces de escribir una canción navideña. Más aún, la consigna es que sean capaces de escribir e interpretar una canción navideña con dueto vocal masculino-femenino, sugiriendo, para que todo quede en casa, que la voz femenina sea la de la “suntuosa” Cait O'Riordan, bajista de la banda y a la sazón pareja sentimental por aquel entonces de Costello, “el rey del América” (en el famoso tema “Fiesta” Cait O'Riordan y Elvis Costello aparecen por la canción con estos adjetivos, en el caso de McManus aludiendo a su LP de 1986 “King of America”. Posiblemente y como suele suceder en estos casos, y más cuando el paso de los años (y de los vasos de whiskie) hacen tantos estragos en las memorias de los protagonistas, la verdad de la historia esté a medio camino entre las distintas versiones. Tan factible es entender la existencia de las presiones y sugerencias de su manager como que la constante inquietud de Elvis Costello intentase empujar a sus amigos a probarse en un género inédito para ellos como el del villancico. Sea como fuere, MacGowan y su habitual colega en la composición, el multinstrumentista Jem Finer se lanzan a la escritura de un tema que daría tantas vueltas como para no ver la luz hasta dos años después de dar sus primeros pasos.


Y es que el parto de “Fairytale of New York” no fue tarea fácil. Finer, músico sobrado y solvente perfectamente cualificado para la composición comenzó a pergeñar una melodía que envolviera una tierna historia navideña, imaginando la sensación de soledad de un marinero en alta mar en fechas tan señaladas echando de menos a su esposa. Afortunadamente la propia mujer de Finer, Marcia Farquhar, le hizo desistir de la idea describiendo aquella primeriza historia con un adjetivo harto clarificador: “corny” (“cursi”) Marcia sugirió a su esposo la posibilidad, en caso de que buscase escribir una clásica canción de amor entre una pareja heterosexual en fechas navideñas, de introducir una voz femenina en la historia, creando un diálogo entre ambos amantes. De modo que a ella le debemos uno de los elementos claves en el éxito y la peculiaridad de “Fairytale of New York”. Posteriormente entraría en escena MacGowan, imaginando algunos versos y fantaseando con una ciudad de Nueva York que por aquel entonces nunca había visitado. La influencia de “Érase una vez en América”, la epopeya gansteril de Sergio Leone (de la cual McGowan es fan declarado) que recreaba el ascenso en el crimen organizado neoyorquino de una pandilla de inmigrantes, acabaría siendo patente tanto en aquellos primeros y melancólicos versos con aroma de cine negro de McGowan como en el desarrollo melódico definitivo (puede percibirse cierta influencia del bellísimo score de los créditos iniciales compuesto por Ennio Morricone para la película) Finalmente aprovechando una estancia en un balneario en el retiro sueco de Malmo debido a la necesidad de recuperarse de una neumonía, Shane McGowan daría con el acabado lírico de la canción.


En enero de 1986 durante la grabación del EP “Poguetry in Motion” la banda registra las primeras tomas del tema, con Cait O’Riordan dando la réplica a McGowan en dos demos cuya austeridad contrasta con la riqueza y ampulosidad de la versión definitiva. La primera comienza con un piano eléctrico, pero MacGowan enfatiza el texto y voltea la melodía de manera que la hace casi irreconocible. Más fiel resulta la segunda toma, abierta con el acordeón de James Fearnley, en la que MacGowan arrastra la cadencia que posteriormente reconoceremos en la versión definitiva y en la que Cait O’Riordan está esplendida. Quien poco después sería esposa de Elvis Costello (el cual, recordemos, está a la producción de estas demos) canta con la rabia que la caracterizaba por aquel entonces, cuando lejos de ser el actual sosias de Tom Petty en el que se ha convertido con los años, lucía un corto peinado moreno a la última moda punk. O’Riordan escupe su furia contra McGowan, canta, si me lo permiten, como si te estuviera mordiendo los huevos. Pese a la insulsa obertura de acordeón lo cierto es que esta segunda toma es magnífica, y se puede escuchar, al igual que la primera (y una posterior ya de 1987) en el completo “box set” de cinco compact discs que Rhino Records editó en 2008.


Aquel borrador casi definitivo de “Fairytale of New York” no encontró sitio en el nuevo extended play de la banda. En “Poguetry in Motion”, editado en Febrero de 1986 todavía por Stiff Records, no había lugar para la congoja navideña. La banda, en auténtico estado de gracia por aquel entonces, apostaba sin ambages por su mixtura entre punk y folk con un Shane McGowan que bien hubiera podido pasar por su colega Joe Strummer, sacudiendo con pildorazos de su puño y letra como “London Girl”, “The Body of an American”, o la deliciosa “A Rainy Night in Soho”, impregnada de un desgarrador lirismo melancólico anticipando la carga emocional que el cantante sería capaz de demostrar en la versión definitiva de “Fairytale of New York”. Jim Fener, por su parte, se encargaba de cerrar el disco con uno de los habituales temas instrumentales celtas bullangueros, tan propios de la banda, en este caso “Plantxy Noel Hill”.


The Pogues tardarían en volver a meterse en un estudio de grabación, pero no sería por falta de actividad. Sus giras y conciertos eran frenéticos. Pocas bandas eran capaces de ofrecer bolos tan intensos durante varias horas. Llenaban estadios y grandes pabellones. En aquel 1986 visitan por fin Estados Unidos, primero en primavera para dos conciertos en Boston y Providence y posteriormente en verano para un largo tour en el continente americano que les llevará también a Canadá. Es el mismo año en el que pasarán unos días en Almería para el rodaje de la película “Straight to Hell”, del cineasta Alex Cox, reconocido amante de la cultura punk y amigo personal de gran parte del movimiento en Estados Unidos e Inglaterra (su firma se puede encontrar en películas de culto como “Repo Man”, “Sid y Nancy”, o siguiendo con los Pogues, en el clip de “A Pair of Brown Eyes”) Éste periplo español es fundamental para la banda, ya que servirá de inspiración para otro de sus más celebres temas, “Fiesta”, basado en una machacona sintonía que sonaba una y otra vez desde un puesto de comida rápida en plenas fiestas almerienses. En concreto se trataba de Hamburguesas Uranga, establecimiento que usa la melodía de una pegadiza polka de Liechtenstein como reclamo en sus chiringuitos en las distintas fiestas populares. La historia no es baladí, y de hecho Philip Chevron llegó a reconocer en una entrevista que posteriormente hubieron de pagar los derechos de la dichosa polka de marras. 1986 supondría también el año de la despedida de Cait O'Riordan de The Pogues, finalmente llevada al altar por Elvis Costello. Nuestro miope favorito rompía relaciones con la banda, se llevaba a la chica guapa, y dejaba a los muchachos en busca de otro productor. Lo encontrarían en la figura de Steve Lillywhite, con quien comenzarían a grabar en 1987.



Steve Lillywhite, historia viva del pop británico.



Lillywhite es otra figura gigantesca dentro del pop británico, aunque en este caso y a diferencia de Costello, sólo en su labor de productor y arreglista. Cuando entra en las vidas de The Pogues su curriculum ya comprendía nombres del calibre de XTC, Siouxie and The Banshees, U2, The Only Ones, Lurkers, Johnny Thunders, Peter Gabriel, The Psychedelic Furs, The Rolling Stones o Pretenders, y todo esto con apenas 30 años de edad. No era el único cambio que afrontaba la banda, ya que desgraciadamente la historia de Stiff Records tocaba a su fin en 1986 después de diez intensos años de vida que convirtieron con justicia a la escudería de Dave Robinson y Jake Riviera en un sello musical de culto. Baste decir que bajo su etiqueta artistas como Madness, Dave Edmunds, Dr. Feelgood, Motorhead, Graham Parker, Elvis Costello, Nick Lowe, Ian Dury o The Prisoners editaron algunos de sus más recordados trabajos (y por supuesto The Pogues) Pero como suele ser habitual calidad artística y éxito no suelen ir, cual canción de Víctor Manuel, juntos de la mano, y acuciados por constantes problemas financieros Robinson y Riviera hubieron de echar el cierre al sello (actualmente la marca vive una segunda vida bajo el auspicio del grupo SPZ, dedicándose principalmente a la reedición de los más celebrados discos de la era original) Era el momento de que Pogue Mahone, sello creado por la banda para tener el mayor control posible sobre sus lanzamientos discográficos, echase a rodar.


“Fairytale of New York” había quedado hibernando en un cajón, pero McGowan, Fener y compañía la seguían teniendo en mente como un potencial éxito para la nueva vida de la banda. Una vida ya sin Cait O'Riordan, sin Elvis Costello y sin Stiff Records. La ausencia de miembro femenino en la banda (a O'Riordan la sustituye el bajista Darryl Hunt, quien había coincidido con la propia Cait tiempo atrás en una banda llamada Pride of The Cross de marcado aroma jazz y lounge) plantea un nuevo problema a la hora de afrontar una nueva lectura de la canción una vez que la temática y letra ya habían sido consolidadas. En los míticos estudios de Abbey Road en marzo de 1987 la banda registrará una tercera demo del tema, ya con Steve Lillywhite a los mandos y con Shane MacGowan llevando todo el peso vocal. Sin “partenaire” femenina esta tercera versión es con diferencia la más deslucida de los intentos anteriores a la toma definitiva (y al igual que las dos anteriores también se puede escuchar en la anteriormente citada caja de Rhino Records) No hacía falta tener el oído (y el olfato) de Phil Spector para darse cuenta de que “Fairytale of New York” sólo podía funcionar una vez encontrado el contrapunto femenino a la quebrada voz de MacGowan. Las siguientes grabaciones con Lillywhite, en verano de aquel 1987, tendrían lugar en otros mítico estudios londinenses, los RAK (“All Mod Cons” de The Jam, “Vienna” de Ultravox o “Pornography” de The Cure, por poner unos ejemplos, fueron paridos entre sus paredes antes de la llegada de The Pogues a aquel lugar) En una entrevista a The Guardian en 2012 Jem Finer afirmó que por sus cabezas pasaron nombres como los de Chrissie Hynde (la líder de Pretenders) o Suzy Quatro, habituales en los estudios RAK, para interpretar “Fairytale of New York”. Poco podían imaginar que la solución la tendrían mucho más a mano, y de hecho el propio Finer afirma que quien fuera voz definitiva en el tema, la nunca bien ponderada Kirsty MacColl, era un nombre que jamás se les había pasado por la cabeza, pese a ser una de las jóvenes musas del nuevo pop británico. Y es que MacColl, en su corta trayectoria musical a mediados de los 80, ya había dejado ingentes muestras de su talento como compositora e interprete siendo responsables de auténticas gemas del pop como “They Don’t Know” (su exuberante single debut en el sello Stiff, años más tarde popularizado por Tracey Ullman), “There’s a Guy Works Down The Chip Swears He’s Elvis”, o su radiante lectura del clásico de Billy Bragg “ANew England”. Kirsty MacColl fue una de las luces más brillantes que jamás dio el pop inglés hasta su trágica desaparición en el año 2000 arrollada por una lancha mientras buceaba junto a sus dos hijos en la costa mejicana de Cozumel. Una muerte absurda y maldita para una artista venerada en el Reino Unido pero todavía muy desconocida para el gran público global. Ojala sirvan estas humildes líneas para despertar la curiosidad en algún lector sobre una obra musical que brilla con luz propia, y es que aquellas añejas grabaciones de MacColl con Stiff siguen estremeciendo como mantequilla derretida. Basta con revisitar aquel debut titulado “They Don’t Know” para darse cuenta de la sensibilidad de una artista que había mamado una educación y una cultura y unos valores esenciales en lo humanístico, siendo hija del comprometido cantautor Ewan MacColl (a quien ya hemos citado como autor de aquel “Dirty Old Town” que precisamente tanto éxito rentaría a The Pogues) y de la bailarina y coreógrafa Jean Newlove (quien publicaría en 2014 un homenaje póstumo en forma de libro sobre su hija bajo el explícito título de “My Kirsty. End of the Fairytale”.




Kirsty, la musa.



La manera en la que Kirsty MacColl llegó a la grabación definitiva, en verano de 1987, de “Fairytale of New York” no puede ser más sencilla, y es que la cantante y el productor Steve Lillywhite estaban felizmente casados (y lo estuvieron hasta el trágico fallecimiento de Kirsty, en unas vacaciones a las que el productor y padre de los dos hijos del matrimonio tenía previsto incorporarse más tarde) Kirsty ensayó y grabó el tema en casa antes de ir al estudio, y pese a las reticencias iniciales de la banda dieron su brazo a torcer en cuanto escucharon los resultados, por lo que Lillywhite se salió con la suya logrando que su esposa diese la réplica a Shane MacGowan. Treinta años después sólo podemos dar las gracias al cielo por tan feliz encuentro, y es que la química resultante entre MacGowan y MacColl no puede ser más espectacular. Shane McGowan es un punk anglo-irlandés alcohólico, grotesco y desdentado en la mejor tradición shakespeariana de Ricardo III, cuya encarnación absoluta llegaría en Londres con Johnny Rotten al frente de los Sex Pistols (de profesión Anticristo y el mayor grano en el culo que ha conocido el negocio discográfico) Un bala perdida expulsado del colegio y detenido en su adolescencia por posesión de drogas. MacColl, ya lo hemos dicho, era producto de una educación exquisita y una cultura humanista. Una buena chica a todas luces. Musicalmente el contraste es igualmente rico y notable. La voz rota de McGowan, deudora de tantas noches de nicotina y whiskie escocés, se ve de repente acariciada por el terciopelo vocal de una dulce Kirsty MacColl nacida para cantar un tema cuyo título finalmente es elegido gracias a la lectura que por aquel entonces tenía absorto a Jem Finer, la novela “ A Fairy Tale of New York”, de J.P. Donleavy.


James Patrick Donleavy, fallecido el pasado 11 de Septiembre de este 2017, fue un dramaturgo y novelista nacido en Estados Unidos y posteriormente nacionalizado irlandés (la tierra de sus padres, unos de tantos inmigrantes llegados a Norteamerica entre finales del siglo XIX y comienzos del XX) cuya temática principal fue habitualmente el folklore y las costumbres irlandesas y su adaptación en la cultura estadounidense. En 1955 alcanzó gran notoriedad con ·The Ginger Man”, novela que llegó a ser prohibida tanto en Irlanda como en Estados Unidos debido a su contenido explícitamente sexual. Años después ,en 1961, escribiría una obra de teatro titulada “Fairy Tales of New York”, que finalmente acabaría siendo novela en 1973, narrando las peripecias del joven Cornelius Christian en su regreso a Nueva York tras realizar sus estudios en Irlanda. No es exactamente la historia de amor de la pareja de borrachines que narra la canción de The Pogues, pero después de un tiempo huérfana de título pese a contar con la letra definitiva, el nombre de la novela de Donleavy se presentaba como una opción francamente acertada. De modo que finalmente durante el caluroso mes de agosto de 1987,(paradojas de la vida ) en los estudios RAK de Londres y bajo la producción de Steve Lillywhite se grabaría la canción navideña más grande de todos los tiempos, posteriormente arreglada por James Fearnley con la colaboración del pianista, arreglista y compositor Fiachra Trench y con Chris Dickie como ingeniero de sonido. El tema vería la luz el 23 de Noviembre de aquel mismo año editado por Pogue Mahone Records pero con copyright de Stiff, qué aún mantenía derechos sobre la banda. A partir de ahí y como se suele decir el resto es historia.


Historia a la que ayudó sobremanera la irrupción en las pequeñas pantallas de nuestros hogares del tantas veces visionado vídeo-clip dirigido por el neoyorquino Peter Daughtery, uno de los grandes nombres de los primeros años de la MTV, cadena fundamental a la hora de entender el éxito de “Fairytale of New York”, ya que nunca como durante aquellos años 80 se cumplió la profecía anunciada por los Buggles de que el vídeo mataría a la estrella de la radio. Y es que tan importante o más que el lanzamiento discográfico de un single lo era también la presentación de su formato audiovisual, de modo que apenas unos tres días después de la publicación del sencillo, en concreto el Día de Acción de Gracias de 1987, The Pogues grabarían el acompañamiento en imágenes para la canción escrita por Fener y McGowan. Rodado en un ensoñador blanco y negro y con una nieve más falsa que la del inicio de “Ciudadano Kane”, el vídeo es el elemento definitivo para el cuento de hadas navideño de la banda británica. La película se abre con un plano corto del piano sobre el que presuntamente revolotean las manos de Shane MacGowan (en realidad son las de James Fearnley, quien toca ese instrumento en la grabación), imagen que se funde con la de una comisaría de policía en la que vemos a nada menos que al actor Matt Dillon arrastrando a MacGowan hacia una celda. Dillon era por aquel entonces una joven estrella de Hollywood gracias principalmente a sus dos trabajos con Francis Ford Coppola, “Rebeldes” (“The Outsiders”) y “La ley de la calle” (“Rumble Fish”), ambos de 1983, y como todo joven neoyorquino que se precie entre sus múltiples aficiones se encontraban el rock and roll y la música pop. En 1986, junto a su amigo Peter Daugherty, disfrutó de la primera visita de The Pogues a su ciudad. A partir de entonces labró amistad con MacGowan y la banda por lo que no dudo un instante en participar en la grabación del vídeo-clip de sus amigos, máxime siendo otro colega, Peter Daugherty, el responsable en la dirección de aquel trabajo. La estación de policía en la que se rodaron algunas de las secuencias (el citado arresto de MacGowan y la posterior escena en el calabozo en la que Jem Finer, borracho, da la tabarra a su compañero de celda) era una localización real que de hecho todavía existe y puede ser visitada en la ciudad de New York, como comisaría de tráfico, en el sur de Times Square, concretamente en el 134-138 West 30th Street, entre la sexta y la séptima avenida. Otros escenarios reconocibles en los que se suceden las imágenes son la 33rd Street que sirve de cruce entre Broadway y la sexta avenida, por donde vemos desfilar a unos sonrientes y se supone recién llegados a New York Shane MacGowan y Kirsty MacColl, o el Washington Square Park del Greenwich Village, escenario en el que aparece la City of New York Police Pipe Band tocando sus instrumentos.


El vídeo-clip, qué duda cabe, es magnífico. El blanco y negro acentúa el tono melancólico de la historia. Daugherty envuelve todo de una neblina alcohólica y de un humo de tabaco que se convierte en un protagonista más del cuento. El aroma disoluto que se percibe en las imágenes no era ficticio. La leyenda alcohólica que perseguía a Shane MacGowan se hizo presente durante el rodaje del vídeo. En Diciembre de 2012 Matt Dillon reconocía que la borrachera que acompañaba al vocalista de The Pogues le hacía insoportable. Puro método Stanislavski. El vídeo ayudo a forjar como icónica la imagen de MacGowan al piano y MacColl apoyada sobre él mirando a su partenaire. Kirsty MacColl, tampoco cabe duda a este respecto, vio despuntar su carrera de forma meteórica y las perfomances en directo con The Pogues durante 1988 (la banda sabía que no podía llevar al escenario aquella canción sin MacColl) ayudaron a superar el miedo escénico de la interprete, como se afirma en el libro de pequeñas biografías musicales “The Rough Ride to Rock”, editado por Peter Buckley. A MacGowan la colaboración con la hija de su ídolo Ewan MacCall le valió para confirmarle como acompañante ideal para voces femeninas, repitiendo la jugada en 1996 con Sinead O'Connor en el tema titulado “Haunted” (en cuyo vídeo-clip también le vemos sentado ante un piano mientras O'Connor le observa apoyada sobre el instrumento, evocando irremediablemente las imágenes de “Fairytale of New York”) y un año antes con Maire Brennan en “You're The One”, dentro de la banda sonora del drama romántico irlandés “Círculo de amigos” (“Circle of Friends”, Pat O'Connor)



Dillon y MacGowan, thick as thieves.



Pero más allá de la fama mediática acaecida sobre MacGowan y MacCall gracias al arrollador éxito de “Fairytale of New York”, canción cuyo triunfo fue patente desde su edición como single y cuya inclusión en el posterior LP de la banda, “If I Should Fall from Grace with God”, editado en Enero de 1988 lo convirtió en el disco más vendido y aclamado por la crítica en la historia de la banda, ¿qué es lo que sigue haciendo que 30 años después “Fairytale of New York” sea la canción pop navideña por excelencia? Sinceramente creo que su rotundo éxito se basa en una combinación de factores que ningún otro tema de similar temática posee, muchos de ellos puramente emocionales y humanos, convirtiendo la canción en una poderosa fuente de empatía, pero también gracias a unos evidentes factores socio-culturales que dieron plenamente en la diana.


Si Nueva York es “la ciudad” por antonomasia, el excelso epítome de urbanidad cosmopolita, tanto más esa excelencia aumenta de manera exponencial en la época más importante del año para la sociedad occidental independientemente de las creencias espirituales o religiosas de cada sujeto. La estampa navideña que supone New York en el frio invierno ha sido utilizada en la ficción en numerosas ocasiones, desde “El Apartamento”, la deliciosa oda a los corazones solitarios de Billy Wilder hasta la estomagante “Sólo en casa” de Chris Columbus, pasando por comedias románticas del estilo de “Tú y yo” de Leo McCarey o el posterior remake de Nora Ephron “Algo para recordar”. Curiosamente el clásico cinematográfico navideño por excelencia, “¡Qué bello es vivir!”, escapa del tópico y pese a situar su historia en un pueblo ficticio llamado Bedford Falls, en realidad se rodó en la soleada California y para más inri entre primavera y verano de 1946 en plena ola de calor, llegando hasta suspenderse el rodaje algún día por causa de dicha ola (otra curiosidad que comparte con “Fairytale on New York”, grabada como ya hemos explicado en un mes de Agosto) Sea como fuere, New York se erige como monumental punta de lanza de una cultura anglosajona que lleva dominando el globo terráqueo durante décadas. Una dictadura cultural de barras y estrellas y botellas de Coca-Cola pero parida, inventada, fabulada y pergeñada por Europa. Y es que la joven historia de Estados Unidos jamás ha sido mejor narrada que por sus padres europeos. Pensemos en los westerns de John Ford, hijo de emigrantes irlandeses, o en el cine negro americano del austríaco exiliado Fritz Lang, o en las comedias de otro exiliado, el “gallego de los Cárpatos” (nació en la zona conocida como Galiztia, o “Galicia de los Cárpatos”, entre Polonia y la actual Ucrania) Billy Wilder, los relatos de Scott Fitzgerald, de ascendencia irlandesa e inglesa, o la sangre galesa que corría por las venas de un gigante de la narración como Jack London. “Fairytale of New York” encaja perfectamente en esa tradición costumbrista de Estados Unidos visto por ojos europeos que tan buenos resultados ha dado en el arte (especialmente cine y literatura), desde el propio título evocador de una novela escrita por un americano-irlandés hasta una letra y vídeo-clip con un marcado enfoque en la inmigración y la perenne capacidad de Estados Unidos para seguir generando sueños como “tierra de las oportunidades”. El “sueño americano” en su máxima expresión. Referencias a Frank Sinatra, prototipo de dicho sueño como flacucho italo-americano quien desde un barrio de clase media de New Jersey fue capaz de llegar a la cima más absoluta. La búsqueda del sueño americano que en este caso finaliza en promesas rotas, porque irremediablemente nos sentimos más identificados con los perdedores. “You promised Broadway was waiting for me” (“prometiste que Broadway me estaría esperando”), reprocha MacCall a MacGowan.


Pero realmente la temática de “Fairytale of New York”, admitiendo la fuerza socio-cultural que obtiene con la historia de emigrantes en Estados Unidos, es absolutamente universal. Es pura Navidad. Buenos sentimientos y el renovado optimismo al que nos obligamos cuando traspasamos el umbral de un nuevo año. “I’ve got a feeling, this year’s for me and you” (“tengo el presentimiento de que éste va a ser nuestro año”) canta MacGowan con su voz rasgada en los primeros versos de la canción. “I can see a better time, when all our dreams come true” (“puedo ver un futuro mejor en el que nuestros sueños se harán realidad”) Navidad con los habituales contrastes dickensianos, contrastes que vemos en nuestra sociedad durante los 365 días del año, pero que parecen doler especialmente en estas fechas, “they’ve got cars big as bars, they’ve got rivers of gold, but the wind goes right through you, it’s no place for the old” (“tienen coches grandes como barras, tienen ríos de oro, pero el viento te atraviesa, no es lugar para viejos”) Referencias a un pasado hermoso y radiante, al esplendor juvenil, “you were handsome, you were pretty, queen of New York City” (“eras apuesto”, dice MacColl a su compañero, “tú eras hermosa, la reína de Nueva York”, le responde MacGowan), esplendor que desemboca en la amargura del presente, en los sueños rotos. Y así llegamos a esos versos finales que son puro precipicio, cuando asistimos a la exhibición final de la frustración de una pareja protagonista que puede ser cualquiera de nosotros. “Pude haber sido alguien” (“I could have been someone”), se queja MacGowan, pero es que en realidad todo el mundo pudo haber sido alguien, tal y como le recuerda ella (“Well, so could anyone”) para volver al ataque :“you took my dreams from when I first found you” (“me robaste mis sueños cuando te encontré”), pero es que en realidad él los había guardado junto a los suyos, construídos alrededor de ella (“I kept them with me, babe, I put them with my own, can’t make it out alone, I’ve built my dreams around you”) Desgarrador. Una historia de perdedores y de frustraciones. De sueños rotos y promesas incumplidas. Podría ser la historia de nuestros padres, o de nuestros abuelos, o directamente nuestra propia historia, porque todos en algún momento de nuestras vidas creímos que podríamos ser alguien y que habría un Broadway esperando por nosotros. Todo ello después de haber escuchado a la pareja lanzarse auténtico fuego de artillería pesada. Kirsty llama a Shane punk y vago (“You’re a bum, you’re a punk”), él califica a ella de puta vieja basura, tirada todo el día en cama (“you’re an old slut on junk lying there almost dead on a drip in that bed”), mientras que MacCall se defiende y acusa a su pareja de ser un cabrón, un gusano, un marica barato y desea que sea su última Navidad juntos (“You scumbag, you maggot, you cheap lousy fagot, Happy Christmas your arse I pray God it’s our last”) Demolición verbal que no pasó desapercibida para la censura. Cuando la banda fue invitada al célebre Top of The Pops para presentar el tema la BBC prohibió que utilizaran la palabra “arse”, dentro del verso “Happy Christmas your arse”, y sugirió que la cambiasen por “ass”, que viene a decir lo mismo (“culo”) pero en un lenguaje menos barriobajero. Kirsy MacCall, encargada de esa estrofa, finalmente pronunció claramente “arse”, demostrando que había adquirido definitivamente las maneras rebeldes de su compañero vocal. Más sonado fue el caso de 2007, 20 años después de editada la canción, cuando la BBC’s Radio One censuró las palabras “faggot” (marica) y “slut” (puta), haciendo intervenir hasta a la madre de la difunta MacCall para hacer presión y conseguir que la canción fuese radiada en Reino Unido con su rica jerga original.



Cuando “The Simpsons” comenzó a adquirir justa notoriedad como corrosiva y gamberra “sitcom” animada, no fueron pocas las voces que se elevaron advirtiendo de la peligrosidad de un espacio que presentaba a la familia convencional poco menos que como una jungla vietnamita en plena guerra contra Estados Unidos. Hace ya 30 años de ello, como “Fairytale of New York” (y curiosamente su primera emisión fue dentro del show de Tracy Ullman, quien ya ha aparecido por este relato como interprete, versionando el magnífico “They Don’t Know” de Kirsty MacColl) Los miembros de la familia Simpson se insultan, se pelean, se maltratan, se humillan y se despellejan entre ellos. El creador Matt Groening se defendió hábilmente alegando que si sus personajes se insultaban, peleaban, maltrataban, humillaban y despellejaban pero se mantenían unidos, su serie realmente daba testimonio de la fuerza de una familia nuclear. Cada episodio de “The Simpsons” es una infernal sucesión de golpes, peleas, trompadas y trompazos, de malas artes y zancadillas, que finalmente capitula de la misma manera: con los miembros de la familia juntos frente al televisor, o sentados alrededor de la cena en la misma mesa, o con Homer Simpson abrazado a su sufrida esposa Marge a la que cubre de arrumacos y mimos buscando paz y consuelo en los brazos matrimoniales. La familia lo supera todo, devora cualquier caos o entropía, absorbe cualquier bombardeo emocional y establece su propio orden constituyéndose como el último refugio donde todo tiene sentido. La familia, en definitiva, es lo único inquebrantable. Lo único que permanece en pie.



Y lo único que permanece en pie después de haber asistido a la impúdica exhibición de reproches entre MacGowan y MacCall es su icónica imagen de pareja zarrapastrosa, de desastres humanos convergentes y necesarios para entender su propia existencia y la existencia del otro. Esa es la historia universal de “Fairytale of New York”, porque al final, por muchos golpes que nos de la vida, lo cierto es que cuando caen las hojas del calendario y Diciembre hace asomar una nueva Navidad, es absolutamente inevitable que volvamos a pensar que sí, que vamos a tener suerte de una vez, que al fin vamos a ganar, que esta vez saldrá nuestro número, que, por fin, el presentimiento se hará realidad y que “this year’s for me and you”. O sea que volveremos a levantar nuestras copas un año más junto al coro del NTPD cantando “Galway Bay”. Qué así sea por muchos años.





Eterno y nostálgico "toma y daca".





sábado, 30 de noviembre de 2019

HORROR VACUI



"Psicosis" ("Psycho", Alfred Hitchock, 1960)







He aquí mi tributo al vacío,
              al silencio,
                   el psicoanálisis
                         y los abrazos rotos.



Todo esto ya lo advertí (Osborne) en aquel lejano día nublado de neblinas y tormentas pasajeras sentadas en la fila 12 con equipaje de mano y bodega.


Fue el año del aliento del suicidio y de las amapolas rotas, miserables, marchitas... fue el verano de la magia negra y los axiomas de Confucio... fue el verano en el que me partí la esquina dorsal entre la ultraderecha y el mando a distancia de mi televisor...


Recuerdo los besos, la confusión, y el vaho empañando la realidad...


Recuerdo cuando la radio estatal anunció mi esquela... fue el mejor momento de mi muerte...

Recuerdo cada gota de sangre entregada en los análisis para que los doctores las pusieran a competir con sus cucaracha amaestradas.

Recuerdo los últimos pensamientos antes de que me pusieran el casco con los electrodos... estuvieron dedicados a mi madre y a Zidane, no recuerdo si en ese orden...

Esto es, y fue, todo lo que fui, el epitafio del desorden... un fotograma raído, un desorden alimenticio...

...negrura, fealdad y ojos vacíos de sus cuencas buscando una explicación a la nada, lanzando plegarias por un chaleco salvavidas que se agotó con los lanzallamas de la selva del Amazonas...


Este es el particular presidio de los poetas... no nos manden cartas, y si así fuera al menos mantengan el decoro y el buen gusto de enviarlas empapadas en LSD.


Por cierto, mi menisco se llama Manolo y quiere aprovechar la ocasión para saludarles a todo ustedes que nos leen desde sus casas con techo de trueno y almohadas de lepra... que con sangre entra.


Saludo de aguardiente e ideología... mi pobre menisco que se llama Manolo, va directamente a la cárcel sin pasar por salida y sin cobrar 20000


Esta es la auténtica magia y el milagro de toda extremaunción... que el vacío te devuelva la mirada.

lunes, 12 de agosto de 2019

MIEDO








Cómo aprendimos a amar a la bomba atómica.






Hasta donde llega a alcanzar mi memoria he observado a mi alrededor eso que en términos de Noam Chomsky se ha conocido como “cultura del miedo”, la cual produce grandes réditos a los poderes fácticos. Básicamente la teoría nos dice que a causa de ese miedo a un potencial peligro que puede poner en peligro nuestra vida, seguridad e integridad física así como la de nuestros allegados, entregamos grandes parcelas de libertad individual y regalamos nuestra intimidad al Gran Hermano de turno.   


No hablamos de un miedo particular e interior en nosotros, como puede ser el miedo a la muerte, la enfermedad o el dolor. Tampoco de un miedo entendible y necesario, un miedo parejo a la prudencia. Un miedo que nos impida caminar por la cornisa de la azotea de un edificio de diez plantas, por ejemplo. Tampoco nos referimos a ese miedo atávico y primitivo hacia lo inexplicable y sobrenatural, ese terror que ha moldeado mitos, dioses y monstruos y que en cierta manera también nos proporciona placer y llena de dólares las taquillas cinematográficas. No, la “cultura de miedo” trasciende todos esos miedos individuales y supersticiosos para erigirse en miedos representantes de toda una sociedad.   


Puesto a recordar, el miedo que producía la Guerra Fría, con los dos grandes bloques soviético y americano enfrentados poseyendo en ambos casos un arsenal armamentístico capaz de destruir un planeta que todavía vivía bajo la consternación y el pánico de los hongos atómicos de Hiroshima y Nagasaki, es mi primera conciencia del miedo del que hablo. Sitúo tales recuerdos cuando era un niño, a finales de los 70 y principios de los 80. Puedo ver con nitidez la portada de una revista (de la que por otro lado no recuerdo el nombre) ilustrada con un hombre cubierto con una máscara anti-gas, en cuyo contenido se nos advertía sobre las medidas a tomar en caso de guerra nuclear. Recuerdo igualmente la voz quebrada de Gloria Fuertes, con ese tono que parecía castigado de orujo y tabaco negro, recitando por la radio un poema en el que rogaba a Reagan y Andropov (o quizás fuera Brezhnev) que no apretasen el botón. La radio ya era por entonces una fiel compañera para mí por lo que impregnado de aquel miedo que tan natural me parecía, puesto que la amenaza nuclear era tal que se había constituido en cultura propia, comencé a dormir todas las noches con un transistor sobre la almohada escuchando las emisiones nocturnas para así estar en todo momento conectado al mundo exterior y si finalmente alguien pulsaba el temido botón rojo ser el primero de mi entorno en saberlo para poder avisar a mis seres queridos y todos juntos poner en marcha la serie de recomendaciones que lógicamente había memorizado en aquella revista de la que he hablado. Afortunadamente muchos años después tal debacle no ha llegado a producirse, pero tengo que agradecerle a aquel miedo infantil mi todavía firme afición a dormirme con la radio puesta. Aquel miedo exploraba también las diferencias sociales. Envidiaba a los ricos no sólo porque pudieran disfrutar de unas vacaciones que mis padres nunca tuvieron o comprar las mejores consolas de videojuegos a sus hijos. En realidad les envidiaba porque podían construirse un bunker antinuclear.  


De aquel miedo colosal y planetario pronto pasé a un miedo más terrenal y mundano. Los 80 fueron una década convulsa en cuanto a delincuencia callejera, mitificada en aquellas películas que se han etiquetado bajo el género de “cine quinqui”. No contaban ficción alguna. La inseguridad ciudadana era palpable y había un responsable directo en forma de polvo habitualmente blanco: la heroína, el jamaro, caballo, jaco, o cualquiera de sus nombres con el que recorría las calles convirtiendo a la mayoría de chavales que se enganchaban en delincuentes cuyo objetivo era conseguir cuanto antes el dinero necesario para una nueva dosis. Todo lo que se movía era una víctima. También proliferaban los atracos en establecimientos, a plena luz del día o con nocturna alevosía (a decir verdad en este caso la alevosía era más bien diurna) Así poco a poco el discreto negocio hostelero de mis padres que prácticamente dejaba las puertas abiertas las 24 horas del día se fue transformando en una fortaleza de rejas y candados a medida que se iban sucediendo las visitas de los apandadores. 




Quinquis en el "star system".



Los niños no éramos ajenos a aquel estado de pavor callejero. Aunque, y más tratándose de chavales de barrio e hijos de clase media trabajadora, no solíamos llevar grandes cantidades encima, todo valía. Pequeños granos para el granero de los delincuentes juveniles. En Ponferrada solíamos ser víctimas de pandilleros de etnia gitana, quienes navaja en mano nos sustraían los cinco, diez, o veinte duros, depende de lo rumbosos que hubiesen sido nuestros padres o tíos, llevábamos encima para “chuches” o sobre todo (lo que más nos gustaba) para dilapidar alegremente en las salas de videojuegos. No voy a citar sus nombres pero se convirtieron en figuras cuasimíticas de la ciudad, evocadores de los peores momentos de nuestra infancia y pubertad. Más allá de la delincuencia también estaba la perversión y sadismo propios de aquellas edades. Había chavales, lógicamente unos años mayores que nosotros, con toda la superioridad física que aquello les otorgaba, que simplemente disfrutaban soltándote unos puñetazos (que no pocas veces eran correspondidos) Supongo que la inconsciencia de la edad invitaba a tratar con desdén el miedo y por supuesto existía cierto código de honor no escrito por el cual no podías chivarte de todo aquellos a tus “mayores”, y eran marrones que tenías que resolver tú solito por mucho que las abnegadas madres nos vieran más de una vez llegar a casa jodidos y apaleados con alguna ceja sangrando. Además yo siempre pensaba que si metía a mis “mayores” en aquello, ¿qué me impedía pensar que mis rivales no metieran a los suyos y se acabase convirtiendo aquella en una orgía de violencia? Visto ahora desde la distancia que procura el paso del tiempo no veo drama en aquellos años, más bien como el sarampión, algo que teníamos que pasar a esas edades. No obstante que nadie se lleve a engaños. Los 80 fueron duros y el robo estaba a la orden del día.  


Aquel miedo tenía cara y ojos, el de los pandilleros del barrio. Pero había otro miedo que no enseñaba su rostro y lo cubría bajo tétricos pasamontañas. El nombre de aquel otro miedo que se respiraba en las calles ya lo decía todo, puesto que se le conocía como terrorismo. Un fenómeno muy europeo que en España tuvo su máximo exponente desde el País Vasco con ETA (hubo otras bandas pero ninguna con el nivel de “éxito” de estos… recuerden aquel chiste de que ETA tenía más números uno que los Beatles, en alusión a las noticias que cada poco salían en los medios asegurando que había caído el número uno de la banda armada) Mi primer recuerdo más o menos claro es viendo un reportaje en televisión en el que las cámaras de TVE inquirían a los ciudadanos a dar su opinión sobre ETA. Pero la mayoría de las respuestas eran el silencio o un “no quiero hablar”. Creo recordar que fui yo quien preguntó en casa que porque nadie quería hablar y fui contestado por mis hermanas mayores con “tienen miedo”. Yo era tan pequeño que no entendía muy bien porque, pero pronto fui consciente de la magnitud de ese miedo. La violencia etarra ha sido una de las más grandes lacras que jamás haya existido en este país manteniendo un auténtico reinado del terror que despojado de cualquier tinte político arroja la cruda realidad de miles de víctimas de todas las edades, profesiones, ideologías y estratos sociales. Ojala hubiera sido una pesadilla, pero fue real. Alimentaron la “cultura del miedo” como nadie en este país. A todo ello se sumaba como es habitual la leyenda urbana, con lo cual cada destino turístico en cada verano era un objetivo de las “campañas veraniegas” de la banda, o cualquier caja de cartón en la calle podía contener una bomba porque te habían contado la historia de un chaval que le pegó una patada a una y se quedó sin piernas. De modo que aquel niño que dormía con un transistor para saber si estallaba una guerra nuclear al poco tiempo salía a la calle pensando que quizás no volviera a casa simplemente por jugar al fútbol en la calle.  


El patrimonio del terror en España ya no es exclusivo de ETA (cuyo estatus actual, y que así siga, es el de banda extinguida) El terrorismo islámico, yihadista, ha ocupado su lugar y el 11M de 2004 marca un desgraciado antes y después en nuestro país. Miles de personas seguimos montando a diario en esos trenes de cercanías que fueron multitudinarios ataúdes, porque a pesar del miedo la vida sigue. Pero básicamente se trata de lo mismo. Cualquier tren, autobús, avión… cualquier sala de cine, de conciertos… cualquier viaje a una ciudad con tradicional tránsito turístico… en cualquier momento el terrorismo puede hacer acto de presencia. Aquel 11M no fue más que una continuación, una más, de aquel 11S de 2001 en Nueva York que cambió para siempre el mundo y alimentó la “cultura del miedo” más que nunca. La paranoia que se instaló en el mundo occidental no se conocía desde mediados del siglo XX, cuando todo vecino podía ser un peligroso comunista dispuesto a implantar una dictadura roja que cercenase la libertad individual. Es curioso por tanto comprobar como la excusa de luchar en defensa de la libertad no hace sino recortarnos nuestras propias libertades, ejemplificado en el “Patriot Act” redactado por el entonces presidente de los Estados Unidos, George Bush Jr. y declarado inconstitucional en diferentes fallos judiciales a través de los últimos años.


Lo explican muy bien en la estupenda saga superheróica de Marvel, “Civil War”, serie que no podría entenderse precisamente sin el contexto de los Estados Unidos post-11S. Seguramente cualquier lector de este tipo de comics se habrá preguntado alguna vez como es posible que en las espectaculares batallas entre superhéroes y supervillanos, con explosiones y demoliciones de todo tipo apenas haya desgracias civiles. Los guionistas de Marvel, siempre abiertos a madurar sus historias, pergeñaron a mediados de la década pasada varias historias precisamente con víctimas de este tipo, cuyo climax llegaría con la masacre de Stamford en la que 600 civiles (varios de ellos niños) pierden la vida tras el enfrentamiento entre los Nuevos Guerreros y Nitro. A partir de ahí el gobierno de Estados Unidos emite un acta de registro superheróico que obliga a los héroes a desvelar sus identidades secretas para rendir cuentas como cualquier ciudadano llegado el caso, siendo declarados al margen de la ley en caso de no aceptar inscribirse en el registro. Se forman de esta manera dos bandos con dos filosofías distintas. Por un lado el Capitán América (curiosamente uno de los pocos de los que siempre se ha conocido su identidad de Steve Rogers) defiende la libertad del superhéroe para no desvelar su nombre ni entregar información personal, encarnando en cierta manera viejos valores patrióticos norteamericanos de utópica libertad individual capaz de no entrometerse en la libertad del otro, una especie de liberalismo al estilo europeo pero obviando que todos los ciudadanos respondan por igual ante la ley. Frente a él Tony Stark/Iron Man defiende la postura contraria, la necesidad de entregar la información requerida a su gobierno y responder ante la justicia. Un sometimiento al Estado excusado en la seguridad y el bienestar de los ciudadanos. Un liberalismo más estadounidense. A pesar de la complejidad de la trama Steve Rogers se presenta como el gran protagonista de la saga mientras que un Stark cada vez más autoritario parece, en cierta manera, el villano de la serie, lo cual nos hace plantearnos si los estados son autoritarios y represores por naturaleza además de insaciables en cuanto a recorte de libertades del individuo. Cuanta más parcela de nuestra libertad individual les demos, parcela más grande querrán.  


Sin llegar a tales simplificaciones extremistas, de lo que no me cabe duda es de que “Civil War” es un magnífico ejemplo para entender el funcionamiento de la “cultura del miedo”.   


Yonquis navajeros, asesinos en serie, violadores en manada, terroristas… el espectro que sigue protagonizando el miedo asegura la pervivencia de esta cultura. Poco importa cuando nosotros mismos ya nos hemos entregado y a través de las redes sociales desvelamos donde y que hacemos en cada momento. A lo mejor, y pese a que nos encante enarbolar banderas apocalípticas, es porque las cosas no están tan mal ahí afuera. 





¿Quién vigila a los vigilantes?








sábado, 20 de julio de 2019

LUNÁTICOS










"In starlit nights I saw you, so cruelly you kissed me.
Your lips a magic world, your sky all hung with jewels.
The killing moon will come too soon" 
("The Killing Moon", Echo and The Bunnymen)






Se conmemoran 50 años de la llegada del hombre a la Luna. Hombre blanco, robusto y norteamericano para más señas, superando en la loca carrera espacial a la Unión Soviética de cosmonautas y perritas en sputniks. El gran paso para la historia de la humanidad, el gran hito moderno, y a la vez el gran sacrilegio, la mancilla en el romanticismo y la poesía. Con el pie humano puesto sobre la luna, ¿qué lugar queda para la magia?



Se conmemoran 50 años del alucinante alunizaje de Armstrong y Aldrin, mientras su compañero Collins ejercía de solitario pagafantas espacial confinado al lado oscuro de la Luna. Y precisamente ahora el Gran Mago de nuestro tiempo, Alan Moore, anuncia definitivamente su retirada del mundo de los comics. Una retirada que lleva cinco años cociéndose a fuego lento, desde que en 2014, y posteriormente en 2016, ya sugiriese que no tenía nada más que contar.



50 años de un alunizaje que no está reñido con otra realidad alternativa, con una realidad no real, con la apología de la más pura hiperstición. La realidad de los farsantes, cuentistas, magos y embaucadores que han estado durante siglos visitando la Luna. La realidad, en definitiva, en la que preferimos vivir los poetas. Fue Luciano de Samósata el primer nauta (o al menos así está documentado) que viajó al nocturno satélite. El título de su aventura no puede ser más explícito: “Historia Verdadera”, dejando clara la verdad de su mentira, o la mentira de su verdad, tanto da. Lean lo que el propio autor decía al respecto de su obra: “Me orienté a la ficción, pero mucho más honradamente que mis predecesores, pues al menos diré una verdad al confesar que miento. Y así creo librarme de la acusación del público al reconocer yo mismo que no digo ni una verdad. Escribo, por tanto, sobre cosas que jamás vi, traté o aprendí de otros, que no existen en absoluto ni por principio deben existir. Por ello mis lectores no deben prestarles fe alguna” ¡Qué maravilloso canto a la libertad literaria!


La línea genealógica trazada desde Luciano de Samósata, quien viviera bajo el Imperio Romano en el segundo siglo después de Cristo, hasta el actual Alan Moore, bardo de Northampton, ha sido el justo ejercicio de rebeldía e inconformismo ante el mundo material y verdadero, esto es, el mundo gris y tedioso que ha tratado de imponer, y ha impuesto, la dictadura de la objetividad intentando desproveernos de nuestro rasgo más humano: el de la propia experiencia, es decir, la subjetividad. Volviendo (y siempre hay que volver) a Moore, en su posiblemente obra maestra más rotunda (y tiene unas cuantas), la impresionante “From Hell”, el genio inglés formula una apasionada apología sobre el pensamiento mágico y la imaginación y las virtudes del hemisferio derecho de nuestro cerebro. El hemisferio creativo, rebelde, y emocional. Conecta esta reivindicación con una defensa del poder femenino, de Diana sobre Apolo, y por supuesto de la Luna sobre y el Sol, y con su teoría de que la humanidad en sus principios fue principalmente matriarcal y las primeras deidades fueron féminas hasta que una rebelión masculina decidió cambiar el orden establecido. Teoría que según la antropología tiene todos los visos de ser realidad, ya que se estima que al menos durante los primeros 200000 años del hombre sobre la tierra la divinidad más poderosa y adorada era una diosa madre y no un dios padre. Teorías antropológicas que bien harían en repasar los modernos reaccionarios de hoy día que bajo el dictado de nuevo de la verdad absoluta y objetiva niegan la necesidad de la lucha feminista. No es la única vez que Moore ha manifestado este atávico feminismo antropológico. En el número 40 de la saga de “La Cosa del Pantano”, con el título de “La Maldición”, nos presenta el personaje de una mujer-lobo que bajo el influjo (una vez más) de la Luna encierra en si misma una historia de opresión colectiva liberada a través de la licantropía. Hermoso y salvaje, como toda buena revolución.



Las vanguardias artísticas, y principalmente literarias, del “fin de siecle” que sirve de transición entre los siglos XIX y XX, siguen resultando las más excitantes de la historia de las letras. El simbolismo y el modernismo fueron los movimientos más rebeldes y transgresores posibles, rebelándose contra el nuevo mundo materialista y burgués. Curiosamente el modernismo, como movimiento artístico, fue el gran contrapunto a la modernidad de un mundo que abrazaba la ciencia como una nueva religión sepultando sin piedad el pensamiento mágico. La razón despedazando a la imaginación. Posteriormente sería un hombre de ciencia como Freud quien demostraría las conexiones entre ambos mundos y la importancia de lo onírico, inconsciente y surreal en nuestra manera de percibir el mundo, es decir, en lo que entendemos como “realidad”, concepto que erróneamente nos empeñamos en seguir revistiendo de verdad absoluta y objetiva cuando no se trata de nada más (ni nada menos) que de una percepción individual y subjetiva, una experiencia personal e intransferible que en todo caso puede encontrar rasgos comunes en la colectividad, y así, cuando un grandísimo porcentaje de la población ha percibido un mismo color nos hemos atrevido a ponerle nombres a los colores, o de una manera todavía más osada, cuando hemos comprobado que la mayoría de los seres humanos padecemos ciertas cuítas emocionales (melancolías, tristezas y todo ese etcétera de quejidos anímicos) hemos intentado definir tales sentimientos, buscando apoyo en las palabras que funcionan como muletas de nuestros pensamientos. Pero aun con todo eso no somos realmente capaces de expresar lo que sentimos, ya que alma y verbo no son lo mismo por mucho que se empeñe la Biblia. Freud abriría el camino para posteriores psiconautas de sobra conocidos (Hoffman, Huxley, Leary...), otros valientes lunáticos que han buscado viajar más allá de los límites de su mente gracias a esos regalos de los dioses que son las drogas, llegando donde otro lunático como William Blake sólo pudo llegar con ayuda de su cerebro, que no era poca cosa. Blake, lunático igualmente transgresor y revolucionario y a quien los modernos reaccionarios de hoy día despacharían de manera despectiva como animalista y feminista sin pudor alguno. “Cada cosa existente tiene tanto derecho a la Vida Eterna como Dios, quien es el sirviente del hombre”.


No he venido hasta aquí para clavar impunemente mi pluma en los costados de Armstrong y Aldrin (ni de Collins, ¡pobre Collins y sus solitarias 24 horas en la órbita lunar!), yo de niño, como todos los niños occidentales de finales de los 70, quería ser astronauta y en mi colección de figuras de acción tenía un lugar prominente el mítico madelman con traje espacial y casco inspirado en “2001.Una odisea en el espacio”. Pero luego quise ser mago. Y se trata de volver a esa magia. A esa poesía. Al hemisferio derecho del cerebro. A la Luna. A Selene. A Luciano de Samósata. A Verne. A Melies. A Moore.