domingo, 10 de enero de 2021

EL MEJOR DE TODOS NOSOTROS

 








Cuando en 2014 falleció el gran Alfredo Calonge, miembro fundador de Los Negativos, su gran amigo y compañero de fatigas Carles Estrada escribió algo muy bonito a modo de elegía, donde hablaba de la vida como un albúm de cromos y en el suyo le había tocado el cromo de Alfredo, el cual exhibía con orgullo. He recordado aquella emotiva metáfora estos días porque, sin llegar al nivel de complicidad con el que Carles y Alfredo (junto a Valentín Morató y Roberto Grima) sacudieron el modernismo español al frente de Los Negativos, yo también tuve mucha suerte cuando en mi album particular me tocó el cromo de Jacob Gonzalez Gancedo aquella lejana noche en el Metrópolis (posterior Morticia) invitándome a formar parte de la banda de garage que estaba formando. Y así estuvimos unos años, los “casimúsicos”, como nos llamaba el tipo del Bar Las Torres, cargados por las calles de Ponferrada con nuestros instrumentos al hombro.


Una noche, de vuelta a casa tras reencontrarme con Jacob después de un cierto tiempo (desde que ambos abandonamos nuestra ciudad los encuentros han sido más bien esporádicos pero constantes a lo largo de todos los años) y después de cenar en su casa, alumbrado por el calor de los tragos que acompañaron la jornada, le mandé un whatsapp en el que le definí como “el mejor de todos nosotros”. No el más juerguista, ni el más cachondo, ni el más timbero. Nada menos que “el mejor”. Refería con aquello la capacidad de Jacob para ordenarse en la vida y reconstruírse después de algún pequeño traspiés académico o del habitual desengaño amoroso que acompañaba aquellas edades. Porque Jacob nunca volvió a equivocarse. Ya no tomó ningún desvío. Comenzó a coleccionar masteres y doctorados, a triunfar personal y profesionalmente, se casó, fue padre, y todo ello sin dejar en ningún momento su auténtica gran pasión: la música. Esa enorme capacidad intelectual que le convirtió en un devorador de estudios además de músico multidisciplinar, todo ello a raíz de una envidiable disciplina con el objetivo de exprimirle el máximo provecho al tiempo, despertaba en mí tanto la citada envidia como muchísimo orgullo, y nunca dejé de admirar y alegrarme por cada pequeño nuevo éxito conseguido por mi amigo, de igual modo que desde la distancia veía como él sentía lo mismo cada vez que yo hacía algo más o menos relevante dentro de esa cultura bajo el radar en la que nos movemos. Creo que entenderán por tanto que pudiera considerar a Jacob como “el mejor de todos nosotros”, ya que precisamente esa entereza y rectitud le convertían en referente moral, es decir, en lo que se conoce como una persona “buena” (cuyo comparativo es precisamente “mejor”), quienes no hemos sido capaces de seguir ese camino del virtuoso somos los más conscientes de la dificultad del mismo, y ante quien supera dificultades sólo cabe la admiración.


Pero si Jacob me enseñó la importancia de aprovechar el tiempo y utilizar ese magnífico regalo que son nuestro cerebro e intelecto, también me ha hecho recordar que si debemos vivir cada día como si fuera el último, igualmente debemos procurar no estar en deuda con nadie precisamente porque no sabemos si mañana estaremos nosotros, deudores, o lo estarán nuestros fiadores. Y yo estaba en deuda con Jacob. Tanto es así que albergaba la esperanza de verlo despertar y en cuanto pudiera tener unos días libres y las autoridades me permitieran viajar entre comunidades autónomas saldar esa deuda y echarle una mano en todo lo posible en lo que en mi ensoñación optimista creía una recuperación. No la he podido saldar y tampoco me puedo despedir de él como quisiera. Hace ya meses escribí que lo peor de esta pandemia se reflejaba en las despedidas a los seres queridos que no se pueden concretar y rezaba porque no sufriese yo la desazón de perder a alguien a quien no poder darle el último adiós y acompañarnos mutuamente en el dolor. Siempre se está en deuda con alguien que se porta bien contigo (y qué decir de toda su familia), pero es que además en el caso de Jacob nunca le he podido agradecer lo suficiente el verano del 99. Mi verano tuberculoso en el que sin alcohol, bares ni fiestas Jacob fue el mejor amigo posible, y quien hizo posible que lo que podía haber sido uno de los peores años de mi vida acabase siendo de los más provechosos, desde que nos levantábamos por la mañana hasta la hora de echar el cierre, llenando las horas de cada día de subidas al Pajariel, pachangas de baloncesto y sobre todo muchísimas horas en el local de ensayo de donde surgieron igualmente muchísimas canciones.


Estoy todavía en un estado tan de shock por su perdida que me cuesta sumergirme en el dolor. La coraza, sin haberlo pedido, ha sabido colocarse sola sobre mi pecho. No quiero caer yo en bramar mis cuitas al cielo. Prefiero pensar en que mi amigo, “el mejor de todos nosotros”, tuvo la vida más plena, feliz y satisfactoria posible, ya que todo lo que estuvo en su mano para conseguir lo que quería así fue empleado. No tengo otra cosa por tanto que enorme admiración a la hora de despedir a ese amigo quien mejor que nadie supo transitar por ese inaccesible camino del virtuoso. En su ida deja el último ejemplo, ya que al ser donante de órganos su muerte salvará otras vidas.


Más allá de creencias espirituales o religiosas está claro que el fallecimiento terrenal supone un paso a otro mundo u otra vida. Por lo menos al mundo de los recuerdos, y ahí es donde nunca la verdadera muerte, que es el olvido, vencerá. Si la amistad de Jacob fue un orgullo y un regalo que la vida me ha dado sólo queda honrar tal honor con el recuerdo y poner en práctica lo aprendido a su lado. Seguir ese camino del virtuoso que nos enseñó. Nos deja el listón muy alto, pero hay que intentarlo. Por su memoria.