Ahora que todo se ha convertido en congoja y
reflexión, cualquier movimiento me resulta susceptible de ser analizado.
Introspección quirúrgica para entender y entenderme en el mundo que me rodea. Día
duro ayer, abierto a las cinco de la mañana para tomar un tren camino a León a
despedir a un ser muy querido. Despedida que no es tal, puesto que a un ser
querido nunca lo despides, camina contigo siempre. El paseo por el Bernesga
desde la estación del ferrocarril hasta el tanatorio estuvo presidido por una
melancolía insoportable. Fueron apenas 20 minutos, pero de los 20 minutos más
hermosos de mi vida, poseídos de una belleza gélida y desoladora que sólo se
puede encontrar en León. Qué frío y bonito estaba León ayer. Qué hermosa
decadencia se encuentra paseando entre la niebla y la lluvia. Una niebla que
sólo puedo tolerar en el norte, como si sólo en norte tuviese derecho al
misterio, a envolver la ciudad en el velo escarchado de la meteorología.
Fue un día duro que comenzó muy temprano, y tan
temprano fui presa del juego perverso de mis pensamientos. No fue hace mucho
que asaltaba las estaciones ferroviarias de madrugada, a las que convertí en
uno de mis hábitats naturales de vida licenciosa. Los vestíbulos y andenes de
estos lugares sagrados constituían a esas horas ejercicios de soledad salvaje y
anfetamínica. Visitar una estación de madrugada era puro vómito, algo ajeno a
cualquier ciclo vital y a cualquier lógica biorítmica. No echo de menos aquella
rutina. No hay cuerpo que aguante tanto azote disoluto salvo que tu cuenta
corriente te permita limpieza de sangre en la mejor clínica privada suiza. Me
he domesticado hasta el punto de disfrutar el despertador de madrugada como nunca,
y tengo la filosofía de que las tareas, cuanto antes las haga, mejor y más día
me quedará para el ocio, y creo firmemente que el cambio de hábitos
generalizado que está teniendo lugar en este país, adaptándonos a horarios más
“europeos” es bueno. Pero no puedo evitar la sensación de que lo único que
hemos hecho es alargar la actividad. Yo personalmente madrugo mucho más pero no
me acuesto mucho antes. Menos horas de sueño, menos descanso, y posiblemente
menor calidad de vida por mucho que recurra al hedonista lema de “ya dormiré
cuando esté muerto”. El ajetreo que hay actualmente en Chamartín en las
madrugadas de cualquier día laboral no me parece sano. Ni siquiera pude dormir
en el tren debido a la exultante actividad de los viajeros, trabajadores henchidos
de maletines, carpetas, llamadas telefónicas y conversaciones en busca de
levantar el país un día más. Como soy así de retorcido intuyo que esto es otro
gran triunfo de un estilo de vida (y de muerte) cada día más agotador. Tan
sencillo como que cuanto menos durmamos más producimos y por supuesto más
consumimos, y así el insaciable Ouroboros sigue mordiendo su cola. La bestia nunca puede parar. El carrusel
interminable, el tío-vivo imparable. Ya lo anunciaron Lagartija Nick: “dentro
de poco subiréis a la noria, donde el vértigo confunde paranoia y gloria”, para
convertirnos en “sólo amnesia entre lo que he visto y lo que soy”. Tenerlo todo
para no tener nada. Toda la información, todas las noticias, todas las series
de televisión, todas las novelas, todas las películas, todos los continentes,
todos los países, todos los rostros, todos los cuerpos. Tenerlo todo para no
tener nada. Sólo un cerebro atropellado. El hombre del siglo XXI es una
amalgama de titulares de prensa apenas entendidos, capítulos de series de
televisión visionados a doble velocidad, o discos escuchados de pasada a través
de un ordenador. Aquella visión asfixiante que nos trajeron las grandes
ciudades de “un rostro entre la multitud” se ha convertido directamente en
nuestra gran neurona; única, grande y libre (neurona hay una y no cincuenta y
una) Lo tenemos todo para no tenernos ni a nosotros mismos. Pérdida la
capacidad de reflexión, abandonado el tiempo de pensar, todo es un atropello. El
pensamiento triturado en red social, con resultados desoladores. Colgamos
enlaces que supuestamente apoyan nuestras ideas cuando quieren decir todo lo
contrario, lloramos fallecimientos sucedidos hace cinco años, o calificamos de
indignante actualidad a noticias acontecidas hace diez meses simplemente por no
mirar siquiera cuando están fechadas. Celebramos las “fake news” como si los
protocolos de Los Sabios de Sion se siguieran colando cuales goles por la escuadra
y reenviamos enérgicas cartas que algún ingenioso bloguero decidió firmar como
José Luis Sampedro o Pérez Reverte. Alertamos sobre medidas antiterroristas que
el gobierno no quiere que conozcamos y denunciamos oscuras conspiraciones tapadas
por la prensa convencional. Pensar poco, preferir la acción a la reflexión, y
finalmente traducirlo en un verbo cada vez más castigado. Que escribimos peor
es un hecho que se demuestra con un simple vistazo a las redes sociales. Gramática,
sintáctica y ortográficamente hemos arrojado a las letras al holocausto, porque
si escribir no es si no dar cuerpo a nuestros pensamientos, cuando esos
pensamientos acaban presa de la atrofia las palabras caen, como dijo Mestre de
la poesía, en desgracia.
Se trata de estrangular el silencio y asesinar la
quietud, no sea que nos molesten nuestros propios pensamientos.