No
es la primera vez que la vieja parca, esa fiel compañera que nos espera al
final de nuestros días, asoma en este blog invitándonos a reflexionar sobre
nuestra propia condición humana, la cual se basa en que cada nueva jornada de vida
es un día menos de la misma. La muerte, al fin y al cabo, sabe que tiene todo
el tiempo a su favor.
Asumimos
nuestra condición mortal sabedores de que tenemos una fecha de caducidad
desconocida y en ocasiones imprevista. Así, nos preparamos para una inevitable
despedida final que esperamos llegue de mayores, muy gastados, en paz y plenos
de amor. Ars Moriendi. En situaciones así podemos incluso comprender y aceptar
que el manto negro finalmente ejerza de telón de la obra de nuestra vida. Desgraciadamente
no siempre es así. De hecho se diría que casi nunca es así, y la obscenidad del
poder de la muerte gusta de ofrecer exhibiciones tan brutales como la que
pudimos contemplar la semana pasada en una ya por siempre maldita curva
ferroviaria en Santiago de Compostela.
Imposible
no empatizar con el drama cuando de cuajo 79 vidas (y recemos porque el trágico
contador no sume más cifras) se ven cercenadas con un simple golpe, por una
pura cuestión física contra la que nuestra débil condición humana nada puede
hacer. El estómago se nos encoje, y nuestras cabezas, no lo podemos evitar, por
momentos se meten dentro de esos vagones y en el instante en el que más de 200
personas veían como sus vidas cambiaban para siempre o en el peor de los casos
no había vida más allá de ese momento de terror, sin que por lo más remoto
pudieran haber imaginado lo que se les veía encima. Uno se los imagina
charlando en la cafetería, leyendo, escuchando música, o viendo alguna
película… echando sus últimos ratos antes de llegar a sus destinos. Y
reflexiona sobre la levedad de la vida y lo quebradizo de nuestra condición. Y
sobre la suerte. Ese espejismo abstracto al que recurrimos en ocasiones como
determinante de nuestra existencia. Tendemos a pensar en la buena suerte como
ese hada madrina que llega en forma de combinación ganadora de una lotería
primitiva. Y somos proclives a quejarnos del mal fario como bastón que nos
apoye en autoconvencernos de que nos merecemos más, pero es la vida, que no nos
deja. Y bien. ¿qué tipo de calificación debiera recibir la “suerte” de los
pasajeros de ese tren, y de los familiares que ahora han de vivir con la
perdida de sus seres queridos?, ¿con qué derecho podemos quejarnos de las
nimiedades de la cotidianidad diaria después de asistir a una demostración de
fuerza de la muerte como la de la pasada semana?
Imposible
no empatizar, como digo, pensando en lo que tuvo que vivir esa gente… y la
empatía adquiere relevancia cuando dos días después sabes que una de las
víctimas era alguien que tú conocías y con quien habías pasado algún que otro
momento y charlado en varias ocasiones. Entonces ya no te lo puedes quitar de
la cabeza.
Efectivamente,
hablo de Juan Antonio Palomino Alfaro, a quien desde luego no le tocaba irse de
entre nosotros tan rápido, tan pronto, tan brusco.
Yo
conocía a Juan Antonio de una manera bastante tangencial. Ocurre con el dolor
algo curioso, también nos incita al exhibicionismo, como si se tratase de una
competición para ver quien es el más sentido y quien ofrece el homenaje más
profundo. No es mi caso. Juan Antonio era un conocido, no llegaba al difícil
término de amigo, por lo que no soy quien para tejer una emocionada despedida
ni rendir un emotivo homenaje. Pero la noticia ha dolido. Ha amplificado el
impacto del golpe. Conocía a Juan, principalmente, de la noche. Ese escenario
confuso en el que los personajes vienen y van como en una obra coral y sólo
unos pocos quedan como actores principales de tu vida. De modo que tanto Juan
para mí como yo para él éramos respectivamente actores secundarios de nuestras
propias vidas que compartimos alguna escena conjunta de las mismas. Escenas,
como imaginarán, bastante desternillantes empapadas en alcohol y abrigadas por
el calor de las noches que se convierten en mañanas cuando la compañía es buena
y la conversación interesante. Juan había aparecido (o al menos así lo conocí
yo) de alguna manera “apadrinado” en la escena por su compañero de correrías
Rodolfo, mítico personaje cuya espigada imagen encarna como ninguna la figura del
mod malasañero, insaciable ave nocturna en busca de la vida total. Con Juan
compartí algún que otro “doblete”, práctica atlética que ya he decidido
abandonar en vista del desgaste, ya no físico sino neuronal, que ha ido
ocasionando en mi persona. Era entonces, en esas mañanas brumosas en las que
tratábamos de exprimir la vida en su vertiente más hedonista, cuando surgían
las tertulias sobre las canastas con inusitada fluidez verbosa.
Juan
Antonio era mod y madridista, dos pasiones que comparto, y que parecen encerrar
por si mismas la suficiente fuerza intrínseca como si la biografía de una
persona ya pudiera ser lo bastante rica en experiencias vitales sólo con tales
asuntos. Pero lógicamente Juan encerraba mucho más, sólo que yo, como he
explicado, lo que hubiera más allá no lo conocía. Dejo todo ello para sus familiares
y sus amigos de verdad. A todos ellos mis más sinceros deseos de ánimo y
fuerza. Sobre Juan, me cuesta creer en vidas futuras y eternas y todo ese
material que nos venden las distintas religiones (tengo entendido que a él le
sucedía igual), sea como fuere y allá donde esté el oblivion al que nos
encaminamos, espero que suene música cojonuda y haya una buena pantalla para
seguir viendo a los héroes de blanco. Ironías del destino, los mismos que
jugaban su segundo partido de la pretemporada en tierras francesas en el
momento en el que la muerte se daba un banquete en Santiago de Compostela y se
lo llevaba.
Homenaje gráfico a Juan Antonio realizado por el "twittero" @Gaoh1 |