Artículo publicado originalmente en El Bierzo Digital el pasado sábado 14 de Febrero, con motivo del 25 aniversario del Cocodrilo Negro Bar.
Recibo
estos días la petición de escribir unas líneas con motivo del 25 aniversario de
uno de los templos de la noche berciana, el Cocodrilo Negro, a pesar de que del
local actual, ampliado y ubicado en una dirección distinta al de sus comienzos,
apenas soy cliente ya que llevo más de una década residiendo fuera de
Ponferrada, con la morriña a cuestas, o la saudade, que al fin y al cabo es lo
mismo pero parece que da más calor. Deben pensar, y supongo que con razón, que
de tanta noche que me he metido en mis venas algo tendré que contar.
Sin
embargo si conocí bien el Cocodrilo original, ubicado en el barrio de San
Ignacio, cerca de la Iglesia y del colegio donde ostias y hostias se repartían
por igual en mi niñez. Me retrotrae, inevitablemente, a la Ponferrada de Celso
López Gavela, la cual aún daba sus últimos coletazos antes de convertirse en la
selva de rotondas y la límpida fachada bajo la cual se escondían no pocas
miserias humanas que conocimos después. Era una ciudad de noches oscuras en la
que quienes habían sobrevivido a todos los excesos de los 80 oficiaban de
hermanos mayores y gurús particulares para quienes comenzábamos a catar la
vida. En definitiva cuando éramos jóvenes de verdad, en carne y sexo, y no los
atormentados seres atrapados en el peterpanismo y la hipocondría de la
impotencia y la flacidez física y espiritual.
Era
mi adolescencia, definida a través de las litronas bajo una banda sonora de
punk y ska. Eran los días de la furia rugiendo en la caldera de Fuentesnuevas
bajo la bandera blanquiazul. Al frente de aquellos “hijos de la ira” (como fuímos
bautizados en la prensa por un afamado periodista en aquel entonces) se
encontraba el ilustre bandarra de Jabo, cuyo desorbitado amor por la cerveza le
hacía ya ser habitual de aquel pequeño y acogedor Cocodrilo Negro y bajo cuyo
ala comencé a dejarme caer yo por allí, hasta el punto de que aquel bar sería
el primer local en el que daría mis primeros pasos en una de mis actividades
favoritas (e incluso ganar mis primeras pesetas con ello) y a la que me sigo
dedicando ocasionalmente: pinchar discos de vinilo de rock’n’roll.
Todavía
era habitual que todo antro que se preciase de tener buen ambiente nocturno y
noctámbulo tuviera su buena cabina para el pinchadiscos, y el Cocodrilo no era
una excepción. No éramos demasiado exquisitos en lo musical, ZZ Top, Pogues, Ramones o Madness eran parte de la receta
habitual. Las “delicatessen” irían llegando luego. Pero nos valía. Eso y unas
cuantas birras me servían para salir de la esquina quebrada del Cocodrilo más
quebrado todavía y poco a poco envalentonarme para seguir haciendo más noche,
que no es si no hacer más vida, o eso pensábamos entonces cuando Dios nos había
regalado toneladas de testosterona juvenil para dilapidar.
Recuerdo
que el local era más bien oscuro, poco iluminado, condición que suele ser
habitual en el crapulismo. Los seres de la noche, por lógica, en la oscuridad
se mueven mejor. Recibíamos el calor de la acogedora barra que bien pudiera
parecer salida de genuino “british pub”, y aunque la decoración era en
principio austera siempre te encontrabas a los Beatles saludando desde las
paredes, presidiendo la juerga, magníficos anfitriones del hedonismo.
Como
sabrán quienes se asomen de vez en cuando a aullar a la luna con una jarra en
la mano el local del que hablo ahora es el CNB, donde la chavalería más joven
nos toma el relevo en lo de desvirgarse ante la noche, dando sentido a aquello
que cantaba Mick Jagger en “As tears go by”: “doing things I used to do, they
think are new”. Pero carajo, qué envidia me dan quienes empiezan a probar
ciertas cosas por primera vez. Y la marca Cocodrilo sigue ahí, ya que en pura
genealogía hostelera el hijo mayor de la saga maneja con destreza los licores y
los discos en aquel garito primigenio, mientras que el patriarca Toño se cogió
el Cocodrilo a cuestas y lo llevó a un hábitat más generoso para una bestia de
ese calibre, donde hemos podido disfrutar de conciertos memorables, grandes
pinchadas, y hasta alguna edición del añorado Freakland. Allí continúa el
domador de la fiera parapetado detrás de la cabina con sus Beatles de siempre y
ese “pop español de toda la vida”.
Teniendo
en cuenta que la vida media de un cocodrilo puede estimarse en unos 70 años de
edad, habrá que preparase para conmemorar muchos más aniversarios como
éste.
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