Hay una expresión que dice “el arte de congelar el
tiempo”, pero es que en realidad todo arte tiende a tener esa asombrosa
capacidad de congelar el tiempo, de que por un instante desaparezca el contexto
espacio-temporal que da sentido a cada uno de nuestros actos, esclavizados por
la tiranía de las esferas con las que medimos el devenir de la vida.
Pero esta capacidad de detener el reloj alcanza
una definición aún más allá cuando hablamos del deporte, escenario que suele
regirse por minutos, y en el que los protagonistas están obligados a dejar las
pinceladas con las que serán recordados en un lapso concreto de tiempo. En el
baloncesto Michael Jordan representaba como nadie esa congelación del crono. Su
impresionante capacidad atlética más propia de un hijo de los dioses del Olimpo
griego le hacía literalmente suspenderse en el aire. Podía ser un segundo el
tiempo transcurrido entre que despegase los pies del suelo y hundiese el balón
en el aro en un matrimonio con la canasta entre apasionado, salvaje, romántico
y tierno. Como los más grandes amores. Sin embargo al aficionado le podía
parecer una eternidad. La eternidad del éxtasis, del goce estético. Su
lanzamiento en suspensión producía la misma sensación, con el añadido de que el
resultado era más incierto. Esa apoteosis poética alcanzó su cenit en el legendario
lanzamiento final en las finales de 1998 entre los Bulls de Chicago y los Jazz
de Utah. Jordan robaba el balón a Karl Malone para negarle por siempre jamás un
lugar entre los elegidos y confinarle a la galería maldita de los grandes de la
NBA sin anillo de campeón, llegó hasta la cancha contraria, se zafó de Bryon
Russell, posterizándole para la eternidad, se levantó desde seis metros y el
balón salió de sus manos para que los dedos de esas mismas manos se enfundasen
su sexto anillo. La trayectoria de la pelota hasta besar las redes apenas
duraría poco más de un segundo… para los aficionados de ambos equipos, y del
baloncesto en general, debió ser un segundo eterno.
Es difícil considerar quien ha sido el mejor
deportista de la historia, difícil y seguro que siempre injusto, ya que cada
disciplina es distinta, como lo son las épocas, rivales y circunstancias. Jordan
es uno de los nombres más recurrentes en el debate, puesto que a su insaciable
ambición por ganar unía épica, liderazgo y un componente artístico difícilmente
igualable en el por otro lado deporte más espectacular posible (sólo Kobe
Bryant ha sido capaz de acercarse y de volver a ofrecer esos retazos imposibles
y fantasiosos inalcanzables para el resto de la humanidad)
El último sábado de Mayo de 2015 el futbolista
argentino del FC Barcelona Lionel Messi dejó para el recuerdo, en el
trascendente marco de una final de Copa de España, una jugada para la historia.
En ocasiones así, cuando el prodigio entra en escena, uno se acuerda de quien
no está, de cómo hubiera podido disfrutar esa persona ausente. Y fíjense, yo ni
me acordé de ningún ser querido, pero pensé en Eduardo Galeano, de cómo hubiera
escrito y descrito ese gol en una edición ampliada de su fútbol a sol y sombra,
donde las palabras del comprometido uruguayo acariciaban la pasión del balón en
un hermoso maridaje, que dirían hoy día los esnobs de los fogones. Y es que
eso es lo que me aterra, finalmente, del día en que deje de existir. Que me voy
a perder toda la magia venidera.
Y Leo Messi cogió el balón entre el medio campo y
tres cuartos, donde el peligro ni se intuye, y fabricó el relámpago. Se pegó a
la derecha y corrió como alma que llevan los demonios, con el cuero cosido al
pie como sólo este pequeño diablo sabe hacerlo. A los cuatro jugadores que le
salieron al paso los destrozó, fintó y humilló, remontó la línea de fondo y
desde esa derecha de ángulo imposible se cambió el balón a la zurda para soltar
el latigazo que miles de gargantas gritaron como gol. Qué envidia de verde césped
que contempló el trotar del enano genial. Qué envidia de balón cuyo destino fue
la red teletransportado por la magia. Y qué envidia incluso de portero, abatido
y destrozado pero testigo de excepción de uno de los goles más gloriosos de la
historia.
Messi, el pequeño Messi, ese jugador con aire de
bufón, nariz abrupta, cuerpo menudo. El heredero de Garrincha como el payaso
mayor del circo del balón. Y es que por esto el fútbol es por encima de todos
el deporte del pueblo, el deporte más democrático, más socialista, más
igualitario. El deporte que pueden jugar por igual pobres y ricos, que abraza a
todos vengan de donde vengan y sea como Dios los haya construido. Porque en el
fútbol caben los genios con narices de elefante, con jorobas de dromedario, con
piernas torcidas, con caderas rotas… el fútbol lo juegan los enanos y los
gigantes, los grandes y los pequeños, los gordos y los flacos. El fútbol es
equilibrio y fantasía, funambulismo y prestidigitación. Y en ese Howgarts*
particular, la varita más ilustre ahora es argentina y azulgrana. ¡Cómo si fuera
eslovaca y blanquinegra! Qué me importan los colores si el truco de magia es bueno.
Ojala Galeano lo haya visto.
*Escuela para jóvenes magos en el universo
particular de la exitosa serie de novelas del personaje de Harry Potter.
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