He llegado a casa ardiente y hambriente
de ardor y de hembra buscando en la nevera la capilla refrigaredora
de mi fe en el verbo hecho carne. Y he sentido y sufrido una
epifanía. Una de esas epifanías que golpea como un servicio de John
McEnroe. Libertad. He pensado en la libertad. Ha sido un mero
instante, un mero hecho mejor hecho que en Casa Pepe, que ha surcado
por el cielo de mi mente quejumbrosa de vino tinto y anfetamina. He
pensado en la felicidad y ligereza del alma que supusiera estar y ser
libre, sin ser atado a ninguna relación amorosa y afectiva. Duró
apenas un segundo para que enseguida mi pensamiento volviera a
cabalgar sobre la imperfecta perfecta perfecta imperfecta I. y sus
curvas de vértigo y su pelo de amaneceres dorados y placenteros y
pensar en que me esperaba en la cama. Yo quiero/amo a I., pero a
veces cuando abro la nevera tengo ese pequeño momento de debilidad
de apenas un segundo de esa libertad de barcos que navegan sin
conocer el puerto de destino. Dura un segundo y enseguida recuerdo su
figura de deseo y volcanes de metralla sentimental. Y entonces
recuerdo quien soy en el espejo de mis recuerdos y porque he llegado
a I.
Cuando era más joven, joven de cuerpo
de hostia consagrada y voz de San Ildefonso, añoraba el amor que no
tenía como tierra prometida del día que las hormonas me dejasen
lucir bigote. Yo me enamoraba del amor, decían mis amigos, porque
tenía esa necesidad de estar enamorado, que es una especie de
cosmogonía del infinito. Era una libertad azul y oceánica, como una
piscina de acordes menores y acordes abiertos. La utopía del amor,
como el comunismo negro y africano, la tierra de los corazones
libres. Era todo una montaña rusa que acababa cabeza abajo con
cerveza caliente y vómitos en el ascensor y ni siquiera Iker Jiménez
en la radio para consolar la rabia rabiosa de la rubia robona de mi
corazón. Aullar a la luna y descorchar botellas de esperma. Nada más
que un grito silencioso de dicotomía y psicalipsis. Era, claro, todo
más fácil cuando vivías en el victimismo de que aquello del amor
no existía más allá que mirar la luna por un catalejo...
...pero apareció I.
Y entonces esa epifanía de abrir la
nevera buscando un trozo de carne, un corazón de buey palpitante,
una tableta de chocolate con cerebro epiléptico, un yoghurt de
psylocibes cubensis, ese instante latente en la sien que reclama la
libertad de la entrepierna para buscar el sexo de las cloacas
libertinas, se solapa y se calla y cae mudo cuando pienso en I.,
porque pienso entonces que tengo lo único que he podido tener
después de desear esa luna que miraba por el catalejo después del
baile de los vómitos en el ascensor.
Y es porque tengo una mujer en casa
esperándome llegar.
“Tengo una mujer en casa esperándome
llegar” era una frase recurrente de uno de los personajes de mi
obra “Cumpleaños Infeliz”, escrita en algún año de la década
de los 90 que no puedo precisar. Era una obra tonta y mordaz, una
melodía misántropa sobre la amistad y el desamor en la que el
protagonista, víctima del desamor cual si hubiera subido al coche de
la reína de la noche de Tino Casal, veía como toda su vida, es
decir, su puta apuesta “all in” al amor se esfumaba entre sus
dedos como arena de playa delante de sus ojos y de la picha de su
(único) mejor amigo que le espetaba constantemente el “tengo una
mujer en casa esperándome llegar”, y aquello era un puñal que se
clavaba en el alma de mi protagonista que sabía que a partir de
entonces sería presa de la libertad, viviría eternamente encerrado
en la cárcel de la libertad, en ese abrir la nevera buscando el
yoghurt de psylocibes y anfetaminas, un recital y un discurso de
verdugos asesinando a Dios, creándolo y creyéndolo como diría
Unamuno para que pueda existir, pero con la realidad de que esa
libertad es la infelicidad de que no tendrá una mujer en casa
esperándole llegar.
Y es que al final la vida del ser
humano masculino y heterosexual se basa en tener una mujer en casa
esperándote llegar.
“El hombre no está hecho para estar
solo”, le dice el detective Bullock a Jim Gordon en el primer
episodio de la tercera temporada de “Gotham”, estrenado hace unos
días en este Septiembre de 2016...
...”no es bueno que el hombre esté
solo”, me confesó el gran cínico ponferradino mi amigo el Viejo
Zorro hace más de 25 años en una revelación casi divina de círculo
buscando cerrarse. ¿Era o es acaso el Viejo Zorro el detective
Bullock?, ¿soy yo acaso un Jim Gordon?, ¿o somos todos los mismos
unos mismos unas mismas piezas de un tablero quebrado en una esquina
de primavera rota? ¿una resolución irresoluble de un sudoku creado
por Dios en sus ratos libres algún miércoles que no hubiera
Champions League?
Y todo esto me vuelve a llevar a
Unamuno, claro, y a ese desolador pensar si existimos porque Dios nos
ha creado, o Dios existe porque creemos en él. Pero lo cierto es que
Dios y yo no puede existir tan cierto como que la nevera no puede
abrirse sin una mano que asa el asa.
Disgregación, que es un como un haiku
del alma partida...
...porque yo había llegado aquí
después de una epifanía, una nevera, una tableta de chocolate
recitando a Walt Whitman, y una mujer en casa esperándome llegar...
...pero ya tan aburrida y dormida como
una llama que se apagó no porque nadie la avivara, si no porque
siquiera nadie la mirara (esa llama tan triste y tan digna en su
derecho existencialista a reclamar tanta atención como el árbol que
cae en medio del bosque sin que nadie lo escuche)... esos sortilegios
de la metafísica...
...yo, a pesar de todo, de mi
catalepsia y vértigo condensado en una taza del water, tengo una
mujer en casa esperándome llegar...
...lástima de ella que escogió mal, y
se quedó con el poeta en vez de con el panadero...
...mi horno es el infierno... he ahí
mi condena...
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