La joroba es bella |
Se acerca otro cumpleaños. Ya escucho el susurro
hiriente del paso del tiempo una vez más, y reabro esta bitácora de las
eyaculaciones verbales para escribir sobre lo que creo que más conozco: sobre
mí mismo. ¿O acaso con 42 años a cuestas no soy ya suficiente conocedor de la
paupérrima obra que supone mi escuálida vida, plagada de alientos miserables y
promesas rotas? Quizás no, que coño, uno siempre tiene guardadas para sí mismo
sorpresas que van más allá del tamo generado en tu ombligo o de que alguna
maldita cana venga a recordar que yo prácticamente asistí a la invención de la
rueda.
42 es la cifra. A estas alturas ya queda bien eso
de decir “42 añazos” o “42 castañas”, como quitando hierro al asunto. ¡Qué
divertido es hacerse viejo! Sinceramente, lo único que me gusta de cumplir
años, es que sé que la opción de no cumplirlos es absolutamente peor.
¿Qué surcos se han ido labrando en mí a través de
todo este tiempo?, ¿qué peaje he pagado?, ¿es mucho el desgaste acumulado?,
veamos.
Las tres principales taras físicas que tengo casi
desde nacimiento siguen ahí, para deleite de mis enemigos que buena chanza
hacen con ello, sin saber, los pobres diablos, que ninguna de sus burlas es
comparable a las que yo mismo hago sobre mi aspecto y mi triste figura. Por
supuesto, la insondable miopía que desde niño me ha hecho inseparable compañero
de unas gafas sin las cuales soy poco menos que un minusválido. Ese desamparo
del miope tiene su encanto, claro, y comprenderán cuanto más fácil era
identificarme con las personalidades ocultas de algunos superhéroes (mis
queridos superhéroes, que nunca me abandonan) como Clark Kent o Peter Parker
antes que con bombonas de testosterona andantes e icónicos para mis viejos
camaradas jevis de los 80 como Conan el Bárbaro o Thor. También sigue ahí mi
mítica joroba, que me convierte en un Quasimodo berciano buscando su particular
Notre Dame. Una hermosa y romántica chepa que hunde mi mirada aún más en mis
propios pasos. Y por supuesto no podemos olvidar mi dentadura salvaje y mellada,
más propia de un redneck o un homeless que de un distinguido, elegante y culto
ciudadano de la Unión Europea.
Call me tiger |
Cegato, chepudo y desdentado. Así desde niño,
siendo objeto de las burlas de los matones del colegio y de los desplantes de
las musas del instituto. Y a pesar de todo aquí estoy. Cegato, chepudo y desdentado,
y con 42 años.
Y con los años… ¡los años! Que cosa, que losa, que
prosa pomposa, que cosa horrorosa. Los años son como alfileres clavándosete en
la piel. Una pequeña y deliciosa tortura, paciente, pero que nunca se detiene. Una
gota china. Con los años lo que antes era un suspiro ahora se transforma en un
quejido. Claro que también lo que antes era una sonrisa, ahora bien es una
carcajada. Básicamente porque se va uno volviendo cada vez más loco, y se ríe
como un loco, y básicamente porque está uno hasta los huevos (unos huevos ya
canosos, todo hay que decirlo)
Tampoco hay que obviar a otro de mis viejos
amigos: el soplo en el corazón. Una anomalía de nacimiento que me acompaña
desde siempre, y que en mi descaro nostálgico hizo que me apoyara
enfermizamente en aquella delicia de Louis Malle, “Le souffle au coeur”, que
creía que el director galo había dirigido expresamente para mí, pese a rodarla
dos años antes de mi nacimiento (así somos los ególatras) ¡Qué maravilla de
película, qué poesía de celuloide, que delicadeza de historia, qué sutileza de
vida! Ese soplo murmurante, amenaza de mi hipocondría por siempre, que me abate
y me rebate pensando en que en cualquier momento puede llegar el “trallazo”, el
gran calambre final.
Los doctores aconsejaban, y mi madre reafirmaba:
“puedes hacer vida normal”. Y yo me preguntaba, y aún lo hago: “¿qué es para
usted, sabio doctor, hacer vida normal?”, “¿qué es para ti, madre amantísima,
hacer vida normal?” Porque en distintas épocas de mi vida ha sido lo más normal
del mundo estar tres días con sus noches de fiesta y sin dormir, ventilarme una
botella de Johnnie Walker en cuatro tragos, jugar un partido de baloncesto un
sábado por la mañana sin haber pasado por la cama, o correr 12 kilómetros cada
dos días. De modo que sigo sin saber que es normal o no en la vida de un ser
humano, y sólo dejo que el cuerpo siga aguantando, sin saber si ya las
abolladuras y desperfectos que van asomando son avisos de que este coche tiene
que disminuir la velocidad… velocidad, que bonito nombre tienes, y en inglés
todavía más…
Vean que paradójica es la vida del hombre
quejumbroso. Aprendan, jóvenes lectores, para lo que se les viene encima con el
transcurso de los años. He sufrido en los últimos años de manera bastante constante
una afección ocular llamada queratitis. Una sequedad en el ojo producida por el
uso de las lentillas, el trabajo con ordenadores, y al parecer porque al dormir
no cierro totalmente los ojos (y es que me gusta enfrentarme a mis sueños con
los ojos abiertos) Eso provoca unas molestas úlceras en la córnea que resultan
una auténtica incomodidad, sobre todo a la hora de leer o ver cine en versión
original subtitulada, ambas cosas que hago casi se podría decir que a diario.
Entre las soluciones que busqué para solucionar mi queratitis, estuvo la de
dormir con doble almohada bajo mi cabeza. Con esto conseguía tener los párpados
más caídos y con ello más cerrados durante la noche. Parecía una buena idea.
Dos años después los dolores de cuello, de espalda y de hombros, me hicieron
pensar lo contrario. De modo que intentando mejorar mi salud ocular, destrocé
la lumbar. Lo que se dice desvestir a un santo para vestir a otro, o subirse la
manta para abrigarse la cara y dejar desnudos los pies.
Ocurre lo mismo con la salud dietética. Resulta
que he descubierto (fabulosos descubrimientos que nos traen los años, como
digo) que soy intolerante a la lactosa. Bien, parece algo fácil de controlar.
Se trata simplemente de no consumir alimentos con lactosa. Estupendo. ¿Y qué
hacemos con el calcio?, máxime teniendo en cuenta que tengo la ferritina alta,
con lo cual necesito calcio, pero no puedo ingerir lactosa. Divertido, ¿verdad?
Y al final tu vida se convierte en un puzzle, un tetris diabólico que pone a
prueba tu ingenio y en el que tratas de encajar todas las piezas como puedas. Necesito
esto pero a la vez esto otro, y tengo que dejar de consumir esto pero no puedo
prescindir de aquello. Pura ingeniería.
Hay más cosas, no se crean. Empiezo a padecer de
manera frecuente el conocido como “síndrome del túnel carpiano”. La cosa
consiste en calambres, hormigueos y sensación de mano muerta muchas veces en
medio de la noche, sobre todo en la derecha, que para eso es la que trabaja. No
sean mal pensados, la culpa no ha sido por tributar a Onán. Al parecer es frecuente
que llegados a ciertas edades y tras años de trabajo con ordenadores, y más si
eres bebedor habitual, sufras este trastorno. Otro más para la colección, que
se suma gustoso, jocoso y feliz al álbum de reumas, ciáticas y artritis
varias.
No podía faltar alguna alergia, ¿verdad? Ya ven, yo que siempre respondía ufano a aquello de "¿tiene usted alergia a algo?" con un sonriente "no que yo sepa", imbuido de una seguridad en mi mismo que hacía tenerme por un fenomenal tragaldabas, por una boca insaciable por la que podía entrar de todo, ¡de todo, señores!, y resulta que no, que aquellos frutos secos que antes comía con fruición ahora los tengo prohibidos a menos que quiera verme convertido en una gigantesca roncha andante. Créanme, he probado a remojar los cacahuetes en cerveza, convencido de que así ya no eran frutos secos, pero tampoco ha funcionado. Y con ello, de la mano, vino la alergia al polen, gramíneas y demás amistades peligrosas que se asoman en la Primavera junto a los rayos de sol como un puñetazo histamínico de ojos llorosos y garganta quebrada.
No podía faltar alguna alergia, ¿verdad? Ya ven, yo que siempre respondía ufano a aquello de "¿tiene usted alergia a algo?" con un sonriente "no que yo sepa", imbuido de una seguridad en mi mismo que hacía tenerme por un fenomenal tragaldabas, por una boca insaciable por la que podía entrar de todo, ¡de todo, señores!, y resulta que no, que aquellos frutos secos que antes comía con fruición ahora los tengo prohibidos a menos que quiera verme convertido en una gigantesca roncha andante. Créanme, he probado a remojar los cacahuetes en cerveza, convencido de que así ya no eran frutos secos, pero tampoco ha funcionado. Y con ello, de la mano, vino la alergia al polen, gramíneas y demás amistades peligrosas que se asoman en la Primavera junto a los rayos de sol como un puñetazo histamínico de ojos llorosos y garganta quebrada.
Y la chepa. ¡Ay la chepa! De tanto mirar para
abajo. De tanto rascar la guitarra. De tanto botar una pelota naranja en esas
canchas callejeras. De tanto y de tonto, de tanto ser tonto, detente so tonto. Esta
chepa dromedariana que anuncia mi presencia, que advierte de mí a lo lejos,
levantada como una cúpula de mis desaires. Cúpula sin cópula, la cúpula fue del
cha cha cha.
Y esto es lo que hay: cardiópata, miope, jorobado,
desdentado, artrítico, reumático, alérgico, nostálgico, berciano y melodramático. Así
estamos en este baile de la vida, con estas miserables alforjas nos gobernamos
por el mundo. Y eso que no hemos hablado de las cicatrices del alma. Los
latigazos sentimentales remojados en alcohol. Parezco un himno del Atleti. ¡Qué
manera de sufrir! ¡A mí los Vinicius de este mundo, los poetas y los trovadores y
el rasgueo tortuoso de las guitarras melancólicas!
Se preguntarán entonces, pacientes lectores,
sufridos visitantes de esta sinagoga de penas y culpas, porque no arrojo la
toalla y dejo de sufrir y de ser este océano de llanto hecha flácida carne y
saco de huesos, y sigo aquí dando el coñazo. “¡Qué rollo de tío, qué rollo!”,
sé que piensan ustedes con buen criterio.
Y la razón, queridos míos, es muy sencilla: pese a
todos mis males, aún estoy mejor que Eduardo Inda.
Vinicius, referente. |
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