El vuelo del Buitre |
La
frase la escuché alguna vez, o la leí, o quizás la soñé, pero existe, sé que
existe, aunque no encuentro referencias a ella en el Oráculo del hombre moderno
llamado Google. Quizás es que ella misma, la Vida, celosa de que no la valoren
por cosas más trascendentes ha pedido que retiren la cita.
De
hecho una vez siendo niño, embrujado por el influjo del vuelo de un Buitre
sobre Querétaro, intenté medir mi vida en mundiales, cavilando cuantos llegaría
a disfrutar, cuantas noches mágicas como la que nos trajeron los televisores aquella
velada en la que un Buitre daba cuatro picotazos inolvidables podrían
presenciar mis miopes ojos. Como una suerte de versión infante de Rutger Hauer
en “Blade Runner” me pregunté: “¿Cuánto tiempo me queda?”, sólo que cambie una
palabra: “¿Cuántos mundiales me quedan?”
Y
por fin otro Mundial ya está aquí, y desconecto de todo, de rajoys y
rubalcabas, de coletas y falanges, de monarquías y repúblicas. Y el mundo vuelve
a ser un balón, lo que nunca debió dejar de ser, un inmenso campo de juego.
Piensen bien en la palabra, juego, jugar. El placer de volver a ser niños, ya
que ellos son los reyes del juego. Es ley natural que el niño juegue, a él se
le permite, y bien hace en jugar todo lo que pueda porque ya la Vida, esa que
ha retirado la cita con la que ilustramos esta entrada, le pondrá sobre la
espalda otras tareas y le marcará un rumbo alejado de esos terrenos de juego de
los que nunca debimos salir.
Y
por mucho que lo intenten embadurnar de barro los mercaderes del templo, los
tratantes de hedonismo catódico, o los faraones aferrados a poltronas que les
permiten hacer y deshacer a su antojo, nada nos amargará la fiesta. Nada nos
impedirá bailar la descomunal samba que se avecina sobre todo el planeta desde
el país que transformó el fútbol en arte y que nos dio a los jugadores con los
pies más alados de la historia. Leonidas, diamante negro que jugaba montado en
bicicleta para inaugurar la Historia Universal del Asombro; Didí, quien el
destino quiso que no le amputaran una pierna de chico para convertirse en El
Príncipe Etíope; Garrincha, Charlot patizambo de los campos; Jairzinho, su
sucesor; Sócrates, doctor comunista de visión telepática y magia en el tacón;
Zico, que nos demostraba que en Brasil los blancos también saben jugar; Romario, futbolista de dibujos animados, como
le definió el maestro Valdano; Ronaldo, eterno niño grande que nunca dejó de
jugar con sonrisa, y por supuesto O Rey Pelé.
Y
ya vamos llenando el poemario de vocablos de fantasía y expresiones de
ilusionismo. Rabonas, chilenas, escorpiones, bicicletas, caños, el tiki-taka, o
xogo bonito, la cola de vaca, a folha seca… “Jueguen y diviértanse”, es lo
primero que les dice cualquier entrenador que se precie de serlo a sus chicos
cuando le encomiendan la tarea de educar a niños que un día serán hombres en
los valores del deporte. Es la hora, pues, de divertirse. Y luego ya volveremos
a trabajar la Vida, esa que sigue pasando tratando de que cada vez quede menos
de aquel niño embrujado por el vuelo de un Buitre sobre Queretaro. Por eso
amamos los mundiales de fútbol. Porque volvemos a ser niños.
Que curioso, sin haberte leído yo también escribí algo parecido, sigo viendo el mundial como cuando era niño, siempre que mis obligaciones de adulto me lo permiten.
ResponderEliminarEn los puertas de otro mundial se sigie sintiendo algo inmaculado...
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