Recuerdo
una fotografía. Una instantánea capturada del pasado.
Era
yo, o el niño que alguna vez fui, montado orgulloso sobre una
bicicleta que me había regalado mi padre. Altivo y orgulloso,
posiblemente la única vez en la vida en la que he posado así, antes
de volverme todo yo una joroba de melancolía y males y sudores y
dolor y pena. Era la bicicleta del orgullo. Orgullo del padre que
creía en el hijo que aún no se había torcido, orgullo del hijo que
creía en el padre que aún no había desfallecido.
El
orgullo es una mierda y nuestra alma una cloaca.
Estos
días de atrás cuando mi ciudad se llenó de bicicletas y yo lloraba
el año sin el viejo del bar recordé la fotografía. La busqué. No
la encontré. Era el sábado por la noche, I. se retiraba a dormir y
yo torpemente me manejaba entre libros y albums de retratos, por
donde veía pasar toda mi familia pasada, presente y futura, cuadros
de realidad congelada, rostros de vida que un día se nos fueron... y
no la encontré.
Hice
una foto con el móvil sobre una de las fotografías. Mi madre y yo.
Ella hermosísima, con poco más de 40 años. Yo, o el niño que
alguna vez fui, un desconocido. Un rostro irreconocible para mí.
Quizás debiera haberme escrito alguna de esas cartas que los niños
escriben a su yo del futuro para darme cuenta de todos los jirones
que ha ido soltando mi alma por el camino. Ya digo que pronto me iba
a convertir en una una joroba de melancolía y males y sudores y
dolor y pena.
No
encontré la fotografía de la bicicleta. De ese niño altivo y
orgulloso por única vez en su vida. Era una bic de cross, una BH
California. Ligera como una pluma. Ideal para aquel guaje flaco y
debilucho dispuesto a jugarse el romperse la crisma por las
escombreras de Ponferrada. Volaba con la bicicleta... pero más
volaba el tiempo y pronto no quedó nada ni del niño orgulloso ni
del orgullo del padre.
Sólo
una joroba de melancolía y males y sudores y dolor y pena.
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