Dalí y el "Rinoceronte vestido con puntillas" (Phillipe Halsman, 1956) |
Que
deliciosa aquella mañana
En
la que me asomé a un ojo del culo que acariciaba una tormenta
Había
tenido un despertar jaleado con un rostro de bollería suiza por lo que desayuné
amaneceres de nitroglicerina. Era una madrugada cautiva de odio y espanto, un
desaguisado de país desaliñado. Los tentáculos de la miseria siempre me han
apretado, pero nunca he llenado los ojos de consuelo mirando la soga colgada
del techo.
La
terrible necedad de ser uno mismo hecho capa y sayo y traqueotomía.
Los
reveses de la vida, un Waterloo de circunstancias. En el batallón de los
sedientos di la orden de amamantar a los anfibios. La culpa era de los calores
del frío invierno.
Los
hijos del pueblo tienen los ojos constipados y no ven las garrapatas de azufre
que se ciernen sobre ellos. Dirigiré la última constelación cósmica, la
conspiración de silencios, la batalla de los afligidos, mientras tú lames la
llaga de la decrepitud.
Devolveremos
golpe por golpe cada vómito de desesperanza. Planearemos una venganza carcomida
de esfínteres robustos arrojados al mar. Terror en el supermercado, horror en
el ultramarinos.
La
tragedia se dibuja con un pie en la arena de la playa de los locos.
Era
aquella la misma mañana en la que un ejército de estornudos se precipitaba a la
tormenta de un ojo del culo. Ojo majestuoso, orificio de ventisca y letanía.
Todo era una melopea arrabaliana susurrando que los Reyes Magos y los
terroristas no existen.
Los
esqueletos bailan en la cola del paro mientras revenden entradas de primera
fila para la orgía del cuarto oscuro, pero los hijos del pueblo tienen los ojos
constipados. Y así no hay quien mire nada.
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