viernes, 14 de agosto de 2015

EL MUNDO NECESITA MONSTRUOS



Gabba gabba we accept you!!




-¡Vengo desde Bilbao en tren, me he recorrido 800 kilómetros para expresar mi indignación y mi más enérgica repulsa por este crimen horrible, no hay derecho que tipos como éste anden libres por la calle y puedan matar impunemente! 

Así de enérgica se mostraba la anciana ante las cámaras de Antena 3 después de haberse dejado el alma correteando y chillando como una colegiala detrás del furgón policial que llevaba al asesino cordobés José Bretón al juzgado. Yo asistía impávido a la escena preguntándome que es lo que puede llevar a una respetable y jubilada señora a meterse ocho horas en un tren para pegarle cuatro gritos a un asesino cual groupie de los Rolling Stones que sigue la gira de sus ídolos. 

El mal fascina, y los asesinos, y más aún los asesinos en serie, se acaban convirtiendo en personajes de culto. Iconos pop. Una fascinación que abarca desde las húmedas adolescentes que envían cartas de amor a las celdas de los psicópatas (lo hemos visto recientemente con Miguel Carcaño, principal acusado y encarcelado por el caso de Marta del Castillo) hasta las venerables ancianas que se hacen 800 kilómetros para increpar al objeto de sus iras, pasando por los taxistas que arreglaban esto en dos días (al igual que con la política, el paro, o en su momento ETA), y por supuesto los nauseabundos espacios televisivos que sacan provecho recreándose en la truculencia del asunto, entrevistando si es necesario a un primo segundo de un cuñado de una vecina del monstruo en cuestión para hacer llegar a los televidentes como era el día a día del nuevo y mediático criminal quien disfruta de sus momentos de gloria. En el caso de este humilde eyaculador, admito que también existe esa fascinación por los rincones más oscuros del alma, dado mi interés por todo lo relacionado con la psique humana. Por supuesto Estados Unidos, como la gran potencia generadora y consumidora de cultura pop que es, ha explotado a los serial killers como es debido, con magazines, espacios exclusivos de televisión, y hasta un juego de cartas dedicado a los asesinos en serie. Pero no está tan alejado de lo que sucedía en España en su día con una publicación tan popular como El Caso. Quizás a nuestros asesinos les ha faltado el glamour de un Ted Bundy, pero hemos tenido nuestras figuras cuasi mitológicas al estilo de Jarabo. Ted Bundy, por cierto, antes de comenzar su descontrolada carrera de asesinatos había sido condecorado por la policía de Seattle al salvar a un niño de tres años de morir ahogado. En la impresionante saga de ficción sobre Hannibal Lecter creada por Thomas Harris se explica la diferencia entre ayudar a un pájaro herido encontrado en la cuneta o aplastarlo. Ted Bundy es el hombre que en el camino de ida socorrió al animal pero a la vuelta decidió aplastarlo.    


Ted Bundy, el asesino instruido

Utilizar la ficción para explicar la “vida real” es algo recurrente en muchos de nosotros. La especie humana, capaz de producir a los Hitler, Stalin, o cualquier malnacido maltratador de mujeres, nos ha procurado también un buen número de genios que nos han servido de muletas para ayudarnos a caminar. Luces que guiarnos entre las sombras. Fritz Lang era un prometedor pintor que acabaría siendo uno de los mejores cineastas de todos los tiempos. Como austríaco nacido en los albores del “fin de siecle”, conoció el horror de los dos grandes guerras y el ascenso del nazismo. La mayor parte de sus películas son clásicos de distintos géneros, del futurismo al cine negro, del western al cine bélico, pero en toda su obra desliza su lúcida y reflexiva mirada sobre la condición humana y los peligros de la misma. En 1780 el juez Charles Lynch ordenó ahorcar en Virginia a un grupo de colonos leales a Gran Bretaña durante la guerra de Independencia de los Estados Unidos sin mediar juicio alguno, dando origen a la terrorífica práctica del linchamiento. En 1936 Lang dio su particular visión sobre el asunto con uno de sus relatos cinematográficos más duros, “Furia”, donde un inmenso Spencer Tracy nos hace sentir el horror de enfrentarse a una justicia tomada por la mano del pueblo, tanto sufriéndola en sus propias carnes, como con la posibilidad de un descenso a los infiernos del propio protagonista, deseoso de ejercer venganza y un “ojo por ojo” que bien sabido es que no hace sino dejarnos a todos ciegos. Es una película que debería mostrarse en todas las escuelas del mundo. 

Advertía Nietzche de los peligros de mirar al abismo y de luchar contra monstruos, ante la posibilidad de acabar convertido uno mismo en monstruo. No hay más que observar al individuo que solicita un asesinato para un asesino para darse cuenta de que la premonición del filósofo alemán era cierta. Afirmamos distinguirnos de los malvados, pero nuestra única reacción ante ellos es actuar igualmente con bellaquería. ¿Recuerdan el caso de la muchacha que denunció una violación en Málaga por un grupo de jóvenes? Las redes sociales se llenaron de ciberjusticieros con sed de venganza desarrollando mil y una maneras de hacerles pagar por el daño a aquellos cretinos. Los chicos recibieron amenazas de todo tipo y apenas podían pisar un pie en la calle sin que la turba se les abalanzase. Al poco tiempo la joven confesó que la denuncia había sido falsa. Esa misma turba tardó apenas nada en cambiar el objetivo del linchamiento. Ya no eran los chicos, ahora había que lincharla a ella por mala puta y mentirosa. Como ven, de lo que se trata es de linchar. 

Pensamiento humanista del día: prefiero que haya mil culpables en la calle a que haya un solo inocente encarcelado.    


La furia


La especie humana, en efecto, es capaz de producir tanto un Hitler como un Gandhi, un Al Capone como un Mozart, o incluso un Ted Bundy que en un momento dado salva a un niño de morir ahogado para posteriormente asesinar a decenas de mujeres. El famoso “libre albedrio” debe ser quien nos rija para elegir el camino más recto, o más “bueno”, en términos de bondad y maldad, y no convertirnos en la naranja mecánica de la que hablaba Anthony Burgess. Frente a quienes (y siempre en momentos en los que los medios echan humo sobre estos temas) piden más mano dura; más garrote; más porrazos; más policía; más cárceles; más dureza; más represión, otros preferimos pedir más educación; más escuelas; más lecturas; más películas; más música;  más cultura. No quiere decir esto que no compartamos la indignación popular cada vez que hay un asesinato mediático. Al contrario, la indignación es buena y nos hace humanos. No se trata tampoco de la recurrente etiqueta del “buenrollismo”. Créanme que yo disfruto horrores con algunos de los personajes filofascistas encarnados por Charles Bronson o Clint Eastwood, quienes ejercen de catárquicos liberadores en la ficción. Aplaudimos a esos… ¿héroes? a los que vemos atravesar una línea que nosotros no nos atreveríamos a cruzar. Por no hablar de uno de los personajes más interesantes que ha dado la literatura en los últimos tiempos, el peculiar psicópata Dexter Morgan, quien después de ver morir asesinada a su madre siendo niño y pasar cuatro días escondido en un contenedor empapado en sangre, es incapaz de empatizar con el dolor ni sentir ningún remordimiento por daño alguno, por lo que, y tras ser educado por un padre que le enseña a discernir entre “malos” y “buenos”, se convierte en el instrumento ejecutor de aquellos que hacen daño a la sociedad (asesinos en serie, pedófilos, violadores, traficantes de drogas, etc) ¡Voila, el justiciero perfecto! Si no fuera por un pequeño detalle… y es que no dejamos de hablar de un psicópata. Volviendo a la imprescindible saga de Hannibal, nunca se ha trazado de manera más difusa la línea que separa el “bien” del “mal”, los “buenos” de los “malos”, los policías de los asesinos, que en esta célebre saga. Sobre todo en la extraordinaria adaptación televisiva de la cadena AXN, donde el agente del FBI Will Graham llega a prácticamente fundirse en un mismo ser con el caníbal protagonista. El universo de los superhéroes tampoco ha sido ajeno a estos conflictos y disyuntivas, caso del Punisher, el célebre y vengativo justiciero de Marvel cuya ética dudosa nos hacía plantearnos a los niños si era de los “buenos” o más bien de los “malos”. Más expeditivo si cabe resulta el Rorscharch de los Watchmen creado por el moderno bardo Alan Moore, al que Wikipedia define literalmente como “un ser que cree fuertemente en el absolutismo y la moral objetiva, donde el blanco y el negro están claramente definidos y no existe el gris, donde el bien y el mal se diferencian con claridad y el mal debe ser castigado violentamente”.    


Hannibal Lecter y Will Graham, ¿cuál es la diferencia?


Por tanto, ¿quién es el monstruo?, ¿dónde está el abismo?, ¿hay justificación en matar a quién previamente ha matado?, por otro lado, ¿no hay pecado en los ojos que miran y se recrean con el horror? ¿Es el fenómeno exhibido en las barracas de feria el único ser deforme y repugnante?, ¿qué hay de quién lo exhibe?, ¿y de quién paga la entrada?, ¿quiénes son los “freaks”, como se preguntaba Tod Browning en su inmortal película? 

¿No hay monstruosidad en el hecho de que una anciana reúna sus maltrechas fuerzas para meterse un viaje de ocho horas en tren únicamente para pegar cuatro voces delante de un furgón policial? ¿No hay truculencia en hacer negocio y espectáculo catódico de un asesinato? ¿No hay perversión en la mente de quienes rastrean la vida del asesino buscando su morbosa posible última actualización de Facebook? ¿No hay indecencia en quién buscar sacar rédito político reclamando reformas en caliente?

Vivimos en un mundo aterrador, violento. “Descendemos de monos erectos, no de ángeles caídos”, declaró Stanley Kubrick cuando le acusaron de apologeta de la violencia con su contundente adaptación cinematográfica de La Naranja Mecánica de Burgess. Encender la pantalla del televisor y contemplar las noticias es asomarse al abismo del que nos advertía Nietzche. Si aterrador es asistir al espectáculo de hemoglobina que nos brindan los telediarios, igualmente aterrador es ver a nuestros vecinos erigirse en nuevos jueces Lynch. Líbreme Dios que para distinguirme de un asesino tenga que rebajarme yo a la misma condición de asesino, ejecutor o cómplice, o simplemente jalear cualquier tortura o atentado a los Derechos Humanos, ya que entonces no habrá distinción ninguna y el abismo definitivamente me habrá devuelto la mirada. Y sí en efecto la educación es la base para el desarrollo de una sociedad, líbreme Dios de que nunca un hijo mío me vea así convertido en el monstruo contra el que afirmo luchar. Aterrador es, en definitiva, que en la vida real alguien quiera proclamar aquello de Charles Bronson: “yo soy la justicia”.


Escuchamos a menudo eso de que el mundo necesita héroes. Cada día que pasa estoy más convencido de que también necesita monstruos que sirvan de motor para exaltar nuestras más bajas pasiones, para exhibir en la barraca de feria televisiva, y para justificar que, nosotros sí, porque somos los “buenos”, podemos y debemos usar la violencia.      


Dexter, el buen psicópata

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