"Nem faço outra coisa senão entristecer-me nesta nossa pobre terra"
(Euclides Da Cunha, 1909)
"La perseverancia de la memoria" (Salvador Dalí, 1931) |
El hombre, ese animal de pezuñas dionisiacas y
paradoja andante, esclavo de su propia libertad, o libre dentro de su deseada
esclavitud.
Nos empeñamos en esclavizarnos, desde el principio
de los tiempos. Religión, ciencia o tecnología, tanto da, no han sido si no orquestadores
de tal esclavitud. El progreso que paradójicamente nos libera y nos hace más
libres y, extraña asociación de ideas (como si no pudiera ser más feliz el
pájaro cantor que alegra las mañanas del vecino desde su jaula que el buitre
que sobrevuela los cielos husmeando la podredumbre), por ende más felices, no
hace sino esclavizarnos más y más hasta el punto de que apenas podemos pasar un
día sin esas redes sociales que nos dijeron “ven” y lo dejamos todo. Y es que
hemos creído que “red” en ese caso se refería a organigrama confluente, cuando
no son más que redes tales cuales eran las de los pescadores de antaño
utilizadas para atrapar inocentes pececillos. Y allá vamos nosotros, pececillos
humanos, enganchados y atrapados para siempre en esas redes donde gustosamente
consumimos nuestro tiempo, y peor todavía, el que se supone nuestro tiempo de
ocio, ese tiempo exclusivamente NUESTRO, que por obra y gracia de tales redes
se convierte en un tiempo compartido con vaya a usted a saber que señor
halitósico y mostachudo que pueda estar al otro lado de la pantalla mientras se
frota su entrepierna ataviado con sus calzoncillos del Mundial 82. Y ya no
hablemos del móvil, artilugio en el cual comprimimos toda nuestra vida, como si
pudiera caber toda ella en unas pocas pulgadas. Nuestros contactos, nuestras
fotos, nuestras citas… “¡la bolsa o el móvil!”, gritan ahora los apandadores
del siglo XXI cuando nos asaltan bardeo en mano.
Pero de todas las esclavitudes a las que decidimos
someternos, sin duda la mayor, y viene de antaño, es la del tiempo.
Someter el tiempo, pobres de nosotros, condensarlo
en una esfera pensando que dejaría de batir sus alas bajo unas manecillas,
encerrarlo en arena o confinarlo a los rayos del sol. ¡Qué vana ilusión! El
tiempo es indomable. El tiempo hace batir un látigo de espanto sobre nuestras
cabezas. El tiempo dirige la orquesta con mano de hierro y nosotros
bailamos.
Y así, con esa ingenuidad propia de nuestra
especie, creímos que someter el tiempo, medirlo, interpretarlo, darle códigos y
literatura, nos haría más libres, y por ende (como si no pudiera ser más feliz
Luis Bárcenas en su jaula de oro que el indigente que orina en las esquinas sus
borracheras de Don Simón de tetrabrick) más felices. Y ese engañoso dominio del
tiempo nos ha constipado el alma, incapaces de saber vivir sin la certeza de
que ese mismo tiempo al que tratamos de domesticar como aliado de improbable
felicidad es el enemigo. Hemos despreciado la naturalidad de vivir en perpetuo
estado contemplativo, hemos rechazado la sombra de los árboles, el latido de
las olas del mar, y la vida salvaje que nace con el sol y muere con la luna. Nos
hemos vendido al tiempo con la excusa de poder saber a qué hora son los
partidos de la Champions League (que por otro lado, excepto si se juega en
Rusia, son siempre a las 20,45, y aun así en las barras de los bares plagadas
de carajillos uno sigue recibiendo un aliento de orujo hecho carne que le inquiere
“¡PEPEEEE!, ¿A QUÉ HORA ES EL FURBOL?”) y con ello nos condenamos al número, al
segundo, al minuto, a la hora, a la edad. Y nos vemos repentinamente plagados
de otoños, con una edad con la que ya no podemos hacer esto o lo otro, y
nuestras tibias y peronés se convierten en mausoleos de la cicatriz del paso
del tiempo. Con lo bien que viviríamos sin tamañas mediciones de tragedia.
Y yo no escapo a esta condena autoimpuesta desde
nuestra necedad de especie primate. Y así discurro que este blog de pensamientos,
tan abandonado (porque ya toda mi vida se convierte en un pensamiento, una
ráfaga beoda y mental, un discurso conmigo mismo sobre el devenir de la
miseria), recibe ahora su primera entrada del año. ¡Otro año! Como si fuera cosa
de consideración. Pues en efecto, mal que me pese, así es.
Pero reflexiono una vez más (lo cual no significa
hacer flexiones dos veces, ya que si fuera así tendría un cuerpo que sería la
envidia de cualquier presidente de la FAES) y observo que vivo yo constantemente
cambiando de año, en un perenne cambio climático buscando el consuelo y el
optimismo aprendiendo, en definitiva, a manipular el tiempo a mi antojo para no
ser derrotado por su espada damoclesiana de canas de nitroglicerina.
Vivo el cambio de año del calendario gregoriano,
lo cual hace que ya por los albores de Diciembre note ese quejido anímico de un
ciclo que se acaba y otro que comienza. Son días duros para quien carga jorobas
de melancolía, como es mi caso, pero como buen ciclotímico a partir del 1 de
Enero resurjo henchido de moral y dispuesto a comerme el mundo, o al menos comerme
un chocolate con churros a primera hora de la mañana.
Vivo el cambio de año de mi edad, marcado cada 28
de Abril, pero en una elipsis descerebrada desde varios meses antes ya me
considero poseedor del nuevo registro, es decir, aunque cumplo 43 años ese
citado 28 de Abril, en realidad siento que cargo con ellos desde el pasado 28
de Abril, de igual modo que nací con 0 años pero desde aquel 28 de Abril de
1973 comencé a vivir mi primer año de vida, por lo que llevo viviendo mi
cuadragésimo tercer año de vida desde el 28 de Abril de 2015. Igualmente me
sucede que a medida que me acerco a esa frontera que establece un nuevo número con
el que voy entrando en más grupos de riesgo de cualquiera de esas enfermedades
que acechan por ahí en una amenaza y convivencia para cualquier hipocondriaco, se
incrementa la nostalgia y las alforjas se vuelven más bucólicas buscando el
abrazo de la Primavera, y una vez superado ese 28 de Abril soy un hombre nuevo llamado
a las más grandes empresas (o cuando menos llamado por mi empresa de telefonía móvil
para que abone las facturas adeudadas)
Y por último, y de una manera mucho más atroz,
vivo el añorado cambio de temporada y curso escolar, ese Septiembre que marca
el final del verano y que sepulta de golpe las tardes de sol cuando el amor a
la vida refulge bañado en la espuma de la cerveza reflejado en el brillo de los
ojos de las mujeres amadas. Y créanme que ese cambio de ciclo es el más cruel y
atroz de todos ellos, pues siento la asfixia de la luz del día que se va y la
bofetada gélida de otro Invierno que acecha en la sombra, maldito él con todos
y cada uno de sus días. Pero sé cómo vencerlo, por eso he aprendido a manipular
el tiempo.
Y así cada fría mañana de invierno me levanto con
el único pensamiento en la cabeza de que poco a poco los días son más largos,
la noche menos ruin, y el Verano está más cerca.
Es cierto que el hecho de que el Verano esté más
cerca significa de una manera irremediable que el próximo Invierno también se
aproxima cada día más, por esa maldición de cumplir ciclos en la que vivimos,
pero cuando se acerque de verdad seguiré animándome deseando que llegue un
nuevo solsticio de Invierno con su noche más larga y a partir de ahí, poco a
poco, como una flor que crece regada con el esperma de la eterna adolescencia,
los días, mis días, mis rayos de sol, irán creciendo de nuevo, y con ello mi
ánimo furibundo para seguir en pie en este mundo podrido y sin ética, en el que
a las personas sensibles sólo nos queda la estética, que diría Makinavaja desde
aquellas páginas de tebeo inmortales donde el tiempo no puede llegar con sus
brazos estranguladores.
Y además, me consuelo pensando que queda un día
menos para ver a Airbag…
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