"Can you see the real me, can you...?"
("The Real Me", The Who)
The Real Me |
No concibo el
hombre sin dudas. No logro admitir la existencia si no es presidida bajo un
enorme interrogante. Una permanente angustia existencial que somete al niño,
ahoga al joven y fortalece al hombre, y que se manifiesta con especial
significación precisamente en esos entretiempos de nuestra vida que se dan
entre la niñez y la madurez, en ese verano de todos los veranos, en la noche
interminable y en la fiesta dionosíaca que supone la juventud.
No me extraña por
tanto que el existencialismo, bofetada anímica de realidad que acompaña al
hombre desde su nacimiento, se ponga de moda (si es que tal cosa es posible
cuando hablamos de la filosofía de la angustia) precisamente en la segunda
mitad del siglo XX con Sartre y Camus, cuando irrumpe el rock’n’roll, cuando
ser joven adquiere significado propio y se crea una cultura particular por y
para los jóvenes, poseedores a partir de entonces de un lenguaje exclusivo, de
una actitud diferencial y kamikaze. La vida como una llamarada que hay que
mantener viva mientras el cuerpo, la cabeza y el bolsillo aguanten.
Las tribus
urbanas son un intento más de dar respuesta a preguntas cuya auténtica valía
residen precisamente en no tener respuesta y ser repetidas una y otra vez
generación tras generación. Las mismas preguntas, los mismos deseos. La
búsqueda y exploración del yo dentro del todo, de la individualidad en el
colectivo. Ningún movimiento logra expresar de una manera tan rotunda a través
de distintas manifestaciones, especialmente la musical, esa individualidad
abierta y salvaje, un “vivir a tumba abierta” sin pensar en que el partido
pueda tener segunda parte, o incluso prórroga, como la escena modernista que
surge en el Reino Unido a principios de los años 60. El baile es la nueva
religión, pero se predica la palabra y se venera el verbo. Steve Marriott, Pete
Townshend o Ray Davies son la voz áspera y cruda de las calles, los Sastre o
Camus de las noches, las anfetas, las pistas de baile, el sexo y el sudor. Y
Paul Weller una década después es el responsable de que la llama no sólo no se
extinga, si no que viva un apogeo todavía mayor en países que en los 60 no
podían, por circunstancias políticas y económicas, acceder a lo que significaba
esa adrenalínica “vida total” que ensalzaban los trovadores electrificados. Uno
de esos países fue España, donde una legión de chavales a finales de los 70 y
principios de los 80 se envenenaban de pasión con los discos de los Jam y el
visionado obsesivo y reincidente, cuales Alex de Large en pleno tratamiento
ludóvico, de la magistral “Quadrophenia”, biblia en celuloide de esa angustia
juvenil y existencial que era y es motor e instinto de un modo de vida que
viaja despreciando el freno.
En León uno de
aquellos jóvenes acólitos de los rabiosos nuevos viejos sonidos crecía
obsesionado por recoger la antorcha, el legado, avivar la llama. Tras el paso
por su primera banda, Ópera Prima, encontraría el vehículo ideal para aquellas
obsesiones adolescentes al lado de otros cuatro jóvenes (hay que recordar a
José Berrot en la primera formación) de su ciudad influenciados en mayor o
menor (claramente mayor en el caso de Elena, a la sazón pareja sentimental e
intelectual del protagonista durante varios años) medida por aquella música y actitud arrogante,
lindante con el punk y tradicionalista y respetuosa con las raíces negras y
afroamericanas de la música anglosajona. Los Flechazos, orgullo mod patrio,
reclutan miles de seguidores mientras aquel leonés de adopción llamado Alex
escupe sin parar andanadas comprometidas de pura militancia modernista. Son buenos
años con Dro y muchos medios de comunicación haciendo caso a las canciones de
la banda, himnos sencillos y efectivos con una insultante capacidad tanto para
animar pistas de baile como para pegarse al subconsciente del oyente como
lapas. Los Flechazos se convierten para muchos aficionados al pop en una de las
mejores bandas nacionales, pero para otros cuantos, secretos adoradores de la
"vida total", no se trata de una banda más, se trata del grupo que
está escribiendo la banda sonora de sus vidas.
Las canciones
hablan de bares, de chicas, de fiestas, de discos, de ropa... de ser joven, en
definitiva. No hay banalidad en el asunto. Ser joven, ya lo hemos dicho, es
vivir perennemente cuestionado, es la angustia existencial del niño que ya ha
crecido y espera lo que le depara el ser hombre. Y Los Flechazos, haciendo un
juego fácil, dan cada vez más en la diana, y llega "Luces Rojas", una
canción que es, por encima de todo, una forma de vida. "Ni la lluvia me
podrá detener...", nada hay más triste, gris y melancólico que la lluvia.
"Cuando me canse pararé a pensar, y por fin sonreiré, cuando el sol brille
más, y me despierten las olas del mar" Nunca en el pop español se
consiguió reflejar de manera tan precisa, cruenta y atroz ese sentimiento
quadrophenico de la angustia juvenil. Y las luces rojas se apagaron cuando
Alex, como hiciera Paul Weller disolviendo The Jam en la cúspide de su carrera,
buscó su propio camino, sólo ante el peligro como Cooper. El niño que de joven
se hacía preguntas se transformaba en el hombre que afrontaba su destino.
30 años de
carrera obligan a mirar atrás, a echar un vistazo al camino recorrido, a
reconocer como propias esas pisadas en la arena y a comprobar el efecto que ha
producido en una generación de seguidores tantos jirones de alma dejados en las
canciones.
Es Alejandro Díez
Garín un músico extremadamente inteligente, calculador y seguro con cada uno de
sus pasos. Nunca ha renegado de su pasado, y ahí han estado sus constantes
guiños a Los Flechazos en sus conciertos con Cooper o sus íntimos bolos
acústicos. Pero igualmente nunca ha dejado que ese pasado le atrapase, negando
toda posibilidad de estancamiento. Recuperar aquella banda sonora de toda una
generación, por tanto, para celebrar sus 30 años de carrera, no podía ser en
ningún modo algo resuelto al azar. Era el momento de ponerse las mejores
galas.
Dressed right, for a beach fight (foto de Nacho B. Sola) |
La fecha tampoco
parecía producto de la casualidad. Una víspera, lluviosa, claro, de San
Valentín. Madrid, ciudad que siempre ha reverenciado la explosividad modernista
y donde Los Flechazos se han sentido habitualmente como en casa (escogieron la
capital en su momento para grabar su único álbum en directo, en la desaparecida
Sala Revolver, eran los tiempos en los que llenaban la Aqualung, cosa que no
pudo decir ni el mismísimo Keith Richards… aquellos maravillosos 90 del picor
de niqui y del frescor, de camas deshechas y posters en la pared) La Riviera y
el vértigo de su aforo de dos millares de personas. Semanas antes el “sold out”
servía el anticipo del éxito, al menos tangible y palpable de la empresa.
Quedaba convencer sobre el escenario, resplandecer en el triunfo emocional, y
demostrar que versos que traspasaron tuétanos y noches siguen siendo fuego.
Si nada está
dejado al azar, no puede extrañar que Elena Iglesias apareciese en escena
precisamente con una canción como “En tu calle”, reivindicación de un pasado
juvenil y romántico, de unas tardes en las que se veía la ciudad con ojos
inocentes y ansiosos y el hambre de la vida que está por venir, de los juegos
que los chicos piensan que son nuevos, como cantaba Mick Jagger en “As Tears Go
By”, canción que emparentaría con “Me he subido a un árbol” (igual que “La
vuelta a la manzana” del último LP de Airbag es descendiente directa de “En tu
calle”) también de “Alta Fidelidad”, obra de madurez flechaza con la que
saludaban los tiempos independientes de Elefant Records. Hubiera gustado ver a más
miembros de Los Flechazos reforzar la celebración, pero bien valió la pena
volver a disfrutar de Elena tiñendo de purpureo Hammond el escenario y a Héctor
percutir el bajo mientras la chica de Mel Ramos volvía a subirse a lomos de un
hipopótamo. Núcleo fundacional de la banda, el tributo también les
pertenecía.
"Y nos íbamos a ver la ciudad..." (foto de Nacho B. Sola) |
Fuimos vaciando
el bidón de gasolina, mito flechazo juvenil por excelencia. Quienes seguimos
sus andanzas y asistimos a decenas de sus conciertos podemos dar fe de que en
efecto fue uno de los primeros temas desterrados de su set list. Pero ya lo
hemos dicho, nada está escogido al azar en la carrera de Alex, y si había un
motivo para recobrar las ganas de prender fuego era éste. Si se mira al pasado
es sólo para coger impulso. Por eso el movimiento, vaya perogrullada, no se
puede detener. A toda velocidad.
Ni la lluvia me
podrá detener… los versos siguen blandiendo ferocidad. El bardo eléctrico que
surgió del frío, voz de una generación. Lo consiguió. “Cuando era pequeño
quería ser feliz y soñaba con lograr lo que ahora tengo ante mí”. No sé si lo
que soñaba era tener a dos mil personas coreando sus canciones puño en alto,
pero lo consiguió. Consiguió poner patas arriba su ciudad, encender una llama
que aún perdura, reivindicar la individualidad dentro del colectivo, fortalecer
la personalidad dentro de la tribu. Por eso el movimiento no se puede detener y
por eso siempre hay camino por recorrer.
Sujetos a las
mismas coordenadas vitales que los primeros hombres que poblaron la tierra,
presos de las mismas preguntas y cuestiones que a la vez son las que nos hacen
libres (el ser humano es una enorme duda, pero también una gigantesca
contradicción y paradoja), poco importan las diferencias cuando se han escrito
canciones que ya son de todos y que no son canciones si no vida. Porque pocas
palabras me han acompañado tantas veces cuando amaina la tormenta en que se
convierte la noche con sus alcoholes, borracheras, excesos y quejumbres, pocos
versos han golpeado mis sienes en sus suicidios neuronales, pocas ideas han
abatido mi alma cuando se pliegan las alas para esconder las cicatrices, cuando
la angustia sucede, y el niño sigue preguntándose qué es lo que hay detrás de
cada puerta, como el mantra quadrophenico de “Luces Rojas”.
Ni la lluvia me
podrá detener…
I Am The Sea |
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