Anda la
fría Islandia con un tema a vueltas de esos realmente trascendentes, vitales,
fundamentales para el devenir de sus ciudadanos y que a buen seguro está
quitando el sueño de los abnegados habitantes del país nórdico: la prohibición
de la piña como ingrediente en la pizza.
Todo viene
de la sana humorada de su presidente, Gudni Johannesson, respondiendo a las
preguntas de los chavales de un colegio al que fue a hacer una visita. Un tipo
curioso este Johannesson, del que dicen cuenta con un apoyo del 81.4% del total
de la población de Islandia (apenas unos 320000 habitantes), un porcentaje
escandalosamente alto para un político. No sabemos si sus opiniones
gastronómicas tendrán algo que ver, pero qué duda cabe que la mayoría de los
dirigentes europeos matarían por conseguir un tanto por cierto tan elevado de
apoyos entre sus compatriotas.
El tema no
es baladí, y el encendido debate que ha provocado el tema de la piña como
ingrediente en uno de los platos más consumidos del mundo entronca con una realidad
que a juicio del Eyaculador es intrínseca a la historia de la humanidad, y
antes de que los lectores comiencen a disparar me pongo delante en la fila para
reconocer que yo soy el primero que lleva un fascista dentro. Todos llevamos un
fascista dentro y consideramos que nuestros gustos son los mejores y nuestras
opiniones las más sensatas y certeras. Esto en sí no es malo, al contrario, es
un buen ejercicio de individualidad (lo cual mantiene una evidente incoherencia
con el fascismo uniformal y uniformante, pero total coherencia con la
incoherencia que siempre rodea al ser humano, el cual es incoherente y
contradictorio por naturaleza… que algo coherente sea incoherente es lo más
coherente del mundo, por mucho que sientan que les va a explotar la cabeza en
estos momentos) El problema es cuando tratamos de imponer nuestra cerrada
visión del mundo a los demás, e incluso en una cosa tan a priori inocente como
es una pizza, degustada y deglutida a toneladas a diario en todo el mundo y de
cientos de maneras diferentes, intentemos delimitarla con un rotundo “sólo es
piña si yo lo digo”.
Ciertamente
es un caso que vemos a diario, nos atrevemos a decir lo que es música y lo que
no, y dentro de esa música lo que es auténtico rock, o auténtico punk, o
auténtico garage, o lo que es pasteleo… lo que es cine y lo que no, lo que es
literatura y lo que no… sí tratamos de imponer esta especie de fascismo
cultural, ¿cómo iba a librarse algo que no deja de ser a su manera otra
manifestación cultural como es la gastronomía?, de hecho es precisamente en
temas gastronómicos donde más salida damos a tal contundencia ideológica,
mezclado además con cierto patriotismo barato (“si sabré yo lo que es una
paella, que soy valenciano”, “a eso no se le puede llamar cachopo”, etc),
limitando las posibilidades deliciosamente anárquicas que nos ofrecen algunos
platos. Lo maravilloso del cocido es precisamente que se le puede echar de
todo, lo mismo opino de la paella, y por supuesto de la pizza. Surge entonces
una confrontación semántica. El fascista gastronómico admite no tener problema
alguno en que a determinado plato se le añada cualquier ingrediente al gusto
del consumidor, pero eso sí, que lo llamen de otra manera. Una postura que no
difiere mucho de la de aquellos ultras católicos quienes durante la polémica
suscitada a raíz de la ley que en España posibilitó el matrimonio entre
personas del mismo sexo, camuflaban su conservadurismo y su homofobia diciendo
aquello de “yo no tengo nada en contra de que se casen, pero que no lo llamen
matrimonio”.
El
lenguaje, como no, es otro escenario ideal donde sacamos a campar nuestro
pequeño fascismo. Pocas cosas soliviantan tanto a los parroquianos como el mal
uso de nuestro idioma o peor aún, que la RAE tenga la osadía de evolucionar y
aceptar palabras o expresiones que el acervo popular ha ido introduciendo en
nuestra sociedad, algunas venidas de fuera. Incapaces de comprender que
precisamente la riqueza de un lenguaje está en evolucionar y amoldarse a sus
hablantes (y no que los hablantes se amolden al lenguaje, y esto es algo tan
impepinable como el hecho de que una lengua nace por los individuos que la
practican y no al revés), imagino que si de ellos dependiera todavía estaríamos
hablando y escribiendo como en tiempos cervantinos. Si conociesen mínimamente la
historia de nuestra literatura les daría un pasmo cuando leyesen como Unamuno
escribía “kultura” con k o Juan Ramón Jiménez le pedía a la “intelijencia” con
j que le diera el nombre exacto de las cosas. Porque al igual que en la cocina,
en el lenguaje la verdadera riqueza está en retorcer, distorsionar, improvisar,
crear, destrozar y volver a crear, y en definitiva jugar con las palabras. Sólo
así pudieron surgir las vanguardias que tantos genios nos han regalado para
este país, desde Ramón Gómez de La Serna hasta la justamente reivindicada
Gloria Fuertes, y es que si hay algo que caracteriza precisamente a cualquier
vanguardia es su capacidad rupturista con el pasado y su insaciable ansia de
libertad para la creación.
La
delimitación del arte y la constricción que supone vivir bajo un dogma
inamovible. De esto es de lo que se trata en definitiva, lo cual se acaba
arrastrando (o quizás sea al revés, y desde la ideología confluye en el arte) a
la ideología y al pensamiento. Sólo puede haber una manera de entender la pizza
igual que sólo puede haber una manera de ser español o de ser madridista, o de
ser liberal o de ser de izquierdas, renunciando a la maravillosa riqueza que
nos proporciona la individualidad. A lo largo de mi vida incluso he conocido a
gente que ha llegado a afirmar lo que es baloncesto y lo que no, negando a nada
menos que LeBron James la condición de practicante de este deporte. Un jugador
capaz de jugar en cualquier posición sobre la cancha. Demoledor al poste bajo,
resolutivo en el tiro exterior, imparable en penetración, insaciable en
defensa, capaz de dirigir el ataque y romper todos los registros estadísticos
de asistencias en un jugador que no es base, y para algunos aficionados de
pensamiento jurásico, quienes se quedaron en un juego lento, anquilosado y
ortodoxo de pantalones ajustados y posesiones al filo del tiempo reglamentario,
no es baloncesto. Y es que precisamente la heterodoxia despista, la ruptura de
los esquemas, de los guiones preestablecidos, de los dogmas… todo eso cuesta
aceptarlo ya que resulta mucho más fácil vivir en un mundo en blanco y negro,
sin matices, donde debemos tener claro que a la pizza no se le puede echar piña
o los guisantes en la paella deberían estar penados con presidio.
El fascista
que llevamos dentro no es malo en sí. Reivindicamos la individualidad y la
humana incoherencia. No pasa nada por creerse en posesión de la verdad, de
hecho en ocasiones resulta totalmente sano y oxigenante. No pasa nada, en
efecto, porque el mítico Mugretone dijera aquello de “sólo es punk si yo lo
digo”, lanzando una soflama que bien pueda servir de rueda a seguir para quien
quiera adentrarse en tal estilo musical de la mano de alguien cualificado para
hablar sobre la materia… el problema es que si aceptamos como natural vivir en
un mundo en el que una pizza deja de ser pizza en cuanto lleve piña, quizás
acabemos aceptando que bajo ningún concepto no se puede ser mujer si no se ha
nacido con vulva.
Y precisamente
es ahí cuando, basándonos en la naturaleza de las cosas, lo que hacemos en
realidad es ir contra natura, porque no hay mayor naturaleza que la libertad
para echarle a la pizza lo que nos venga en gana.
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