Cómo aprendimos a amar a la bomba atómica. |
Hasta donde llega a alcanzar mi memoria he observado
a mi alrededor eso que en términos de Noam Chomsky se ha conocido como “cultura
del miedo”, la cual produce grandes réditos a los poderes fácticos. Básicamente
la teoría nos dice que a causa de ese miedo a un potencial peligro que puede
poner en peligro nuestra vida, seguridad e integridad física así como la de
nuestros allegados, entregamos grandes parcelas de libertad individual y
regalamos nuestra intimidad al Gran Hermano de turno.
No hablamos de un miedo particular e interior en
nosotros, como puede ser el miedo a la muerte, la enfermedad o el dolor.
Tampoco de un miedo entendible y necesario, un miedo parejo a la prudencia. Un
miedo que nos impida caminar por la cornisa de la azotea de un edificio de diez
plantas, por ejemplo. Tampoco nos referimos a ese miedo atávico y primitivo
hacia lo inexplicable y sobrenatural, ese terror que ha moldeado mitos, dioses
y monstruos y que en cierta manera también nos proporciona placer y llena de
dólares las taquillas cinematográficas. No, la “cultura de miedo” trasciende
todos esos miedos individuales y supersticiosos para erigirse en miedos
representantes de toda una sociedad.
Puesto a recordar, el miedo que producía la Guerra
Fría, con los dos grandes bloques soviético y americano enfrentados poseyendo
en ambos casos un arsenal armamentístico capaz de destruir un planeta que
todavía vivía bajo la consternación y el pánico de los hongos atómicos de
Hiroshima y Nagasaki, es mi primera conciencia del miedo del que hablo. Sitúo
tales recuerdos cuando era un niño, a finales de los 70 y principios de los 80.
Puedo ver con nitidez la portada de una revista (de la que por otro lado no
recuerdo el nombre) ilustrada con un hombre cubierto con una máscara anti-gas,
en cuyo contenido se nos advertía sobre las medidas a tomar en caso de guerra
nuclear. Recuerdo igualmente la voz quebrada de Gloria Fuertes, con ese tono que
parecía castigado de orujo y tabaco negro, recitando por la radio un poema en
el que rogaba a Reagan y Andropov (o quizás fuera Brezhnev) que no apretasen el
botón. La radio ya era por entonces una fiel compañera para mí por lo que
impregnado de aquel miedo que tan natural me parecía, puesto que la amenaza
nuclear era tal que se había constituido en cultura propia, comencé a dormir
todas las noches con un transistor sobre la almohada escuchando las emisiones
nocturnas para así estar en todo momento conectado al mundo exterior y si
finalmente alguien pulsaba el temido botón rojo ser el primero de mi entorno en
saberlo para poder avisar a mis seres queridos y todos juntos poner en marcha
la serie de recomendaciones que lógicamente había memorizado en aquella revista
de la que he hablado. Afortunadamente muchos años después tal debacle no ha
llegado a producirse, pero tengo que agradecerle a aquel miedo infantil mi
todavía firme afición a dormirme con la radio puesta. Aquel miedo exploraba
también las diferencias sociales. Envidiaba a los ricos no sólo porque pudieran
disfrutar de unas vacaciones que mis padres nunca tuvieron o comprar las
mejores consolas de videojuegos a sus hijos. En realidad les envidiaba porque
podían construirse un bunker antinuclear.
De aquel miedo colosal y planetario pronto pasé a un
miedo más terrenal y mundano. Los 80 fueron una década convulsa en cuanto a
delincuencia callejera, mitificada en aquellas películas que se han etiquetado
bajo el género de “cine quinqui”. No contaban ficción alguna. La inseguridad
ciudadana era palpable y había un responsable directo en forma de polvo
habitualmente blanco: la heroína, el jamaro, caballo, jaco, o cualquiera de sus
nombres con el que recorría las calles convirtiendo a la mayoría de chavales
que se enganchaban en delincuentes cuyo objetivo era conseguir cuanto antes el
dinero necesario para una nueva dosis. Todo lo que se movía era una víctima.
También proliferaban los atracos en establecimientos, a plena luz del día o con
nocturna alevosía (a decir verdad en este caso la alevosía era más bien diurna)
Así poco a poco el discreto negocio hostelero de mis padres que prácticamente
dejaba las puertas abiertas las 24 horas del día se fue transformando en una
fortaleza de rejas y candados a medida que se iban sucediendo las visitas de
los apandadores.
Quinquis en el "star system". |
Los niños no éramos ajenos a aquel estado de pavor
callejero. Aunque, y más tratándose de chavales de barrio e hijos de clase
media trabajadora, no solíamos llevar grandes cantidades encima, todo valía.
Pequeños granos para el granero de los delincuentes juveniles. En Ponferrada
solíamos ser víctimas de pandilleros de etnia gitana, quienes navaja en mano
nos sustraían los cinco, diez, o veinte duros, depende de lo rumbosos que
hubiesen sido nuestros padres o tíos, llevábamos encima para “chuches” o sobre
todo (lo que más nos gustaba) para dilapidar alegremente en las salas de
videojuegos. No voy a citar sus nombres pero se convirtieron en figuras
cuasimíticas de la ciudad, evocadores de los peores momentos de nuestra
infancia y pubertad. Más allá de la delincuencia también estaba la perversión y
sadismo propios de aquellas edades. Había chavales, lógicamente unos años
mayores que nosotros, con toda la superioridad física que aquello les otorgaba,
que simplemente disfrutaban soltándote unos puñetazos (que no pocas veces eran
correspondidos) Supongo que la inconsciencia de la edad invitaba a tratar con
desdén el miedo y por supuesto existía cierto código de honor no escrito por el
cual no podías chivarte de todo aquellos a tus “mayores”, y eran marrones que
tenías que resolver tú solito por mucho que las abnegadas madres nos vieran más
de una vez llegar a casa jodidos y apaleados con alguna ceja sangrando. Además
yo siempre pensaba que si metía a mis “mayores” en aquello, ¿qué me impedía
pensar que mis rivales no metieran a los suyos y se acabase convirtiendo
aquella en una orgía de violencia? Visto ahora desde la distancia que procura
el paso del tiempo no veo drama en aquellos años, más bien como el sarampión,
algo que teníamos que pasar a esas edades. No obstante que nadie se lleve a
engaños. Los 80 fueron duros y el robo estaba a la orden del día.
Aquel miedo tenía cara y ojos, el de los pandilleros
del barrio. Pero había otro miedo que no enseñaba su rostro y lo cubría bajo
tétricos pasamontañas. El nombre de aquel otro miedo que se respiraba en las
calles ya lo decía todo, puesto que se le conocía como terrorismo. Un fenómeno
muy europeo que en España tuvo su máximo exponente desde el País Vasco con ETA (hubo
otras bandas pero ninguna con el nivel de “éxito” de estos… recuerden aquel
chiste de que ETA tenía más números uno que los Beatles, en alusión a las
noticias que cada poco salían en los medios asegurando que había caído el
número uno de la banda armada) Mi primer recuerdo más o menos claro es viendo
un reportaje en televisión en el que las cámaras de TVE inquirían a los
ciudadanos a dar su opinión sobre ETA. Pero la mayoría de las respuestas eran
el silencio o un “no quiero hablar”. Creo recordar que fui yo quien preguntó en
casa que porque nadie quería hablar y fui contestado por mis hermanas mayores
con “tienen miedo”. Yo era tan pequeño que no entendía muy bien porque, pero
pronto fui consciente de la magnitud de ese miedo. La violencia etarra ha sido
una de las más grandes lacras que jamás haya existido en este país manteniendo
un auténtico reinado del terror que despojado de cualquier tinte político
arroja la cruda realidad de miles de víctimas de todas las edades, profesiones,
ideologías y estratos sociales. Ojala hubiera sido una pesadilla, pero fue
real. Alimentaron la “cultura del miedo” como nadie en este país. A todo ello
se sumaba como es habitual la leyenda urbana, con lo cual cada destino
turístico en cada verano era un objetivo de las “campañas veraniegas” de la
banda, o cualquier caja de cartón en la calle podía contener una bomba porque
te habían contado la historia de un chaval que le pegó una patada a una y se
quedó sin piernas. De modo que aquel niño que dormía con un transistor para
saber si estallaba una guerra nuclear al poco tiempo salía a la calle pensando
que quizás no volviera a casa simplemente por jugar al fútbol en la calle.
El patrimonio del terror en España ya no es
exclusivo de ETA (cuyo estatus actual, y que así siga, es el de banda
extinguida) El terrorismo islámico, yihadista, ha ocupado su lugar y el 11M de
2004 marca un desgraciado antes y después en nuestro país. Miles de personas
seguimos montando a diario en esos trenes de cercanías que fueron
multitudinarios ataúdes, porque a pesar del miedo la vida sigue. Pero
básicamente se trata de lo mismo. Cualquier tren, autobús, avión… cualquier
sala de cine, de conciertos… cualquier viaje a una ciudad con tradicional
tránsito turístico… en cualquier momento el terrorismo puede hacer acto de
presencia. Aquel 11M no fue más que una continuación, una más, de aquel 11S de
2001 en Nueva York que cambió para siempre el mundo y alimentó la “cultura del
miedo” más que nunca. La paranoia que se instaló en el mundo occidental no se
conocía desde mediados del siglo XX, cuando todo vecino podía ser un peligroso
comunista dispuesto a implantar una dictadura roja que cercenase la libertad
individual. Es curioso por tanto comprobar como la excusa de luchar en defensa
de la libertad no hace sino recortarnos nuestras propias libertades,
ejemplificado en el “Patriot Act” redactado por el entonces presidente de los
Estados Unidos, George Bush Jr. y declarado inconstitucional en diferentes
fallos judiciales a través de los últimos años.
Lo explican muy bien en la estupenda saga
superheróica de Marvel, “Civil War”, serie que no podría entenderse
precisamente sin el contexto de los Estados Unidos post-11S. Seguramente
cualquier lector de este tipo de comics se habrá preguntado alguna vez como es
posible que en las espectaculares batallas entre superhéroes y supervillanos,
con explosiones y demoliciones de todo tipo apenas haya desgracias civiles. Los
guionistas de Marvel, siempre abiertos a madurar sus historias, pergeñaron a
mediados de la década pasada varias historias precisamente con víctimas de este
tipo, cuyo climax llegaría con la masacre de Stamford en la que 600 civiles
(varios de ellos niños) pierden la vida tras el enfrentamiento entre los Nuevos
Guerreros y Nitro. A partir de ahí el gobierno de Estados Unidos emite un acta
de registro superheróico que obliga a los héroes a desvelar sus identidades
secretas para rendir cuentas como cualquier ciudadano llegado el caso, siendo
declarados al margen de la ley en caso de no aceptar inscribirse en el
registro. Se forman de esta manera dos bandos con dos filosofías distintas. Por
un lado el Capitán América (curiosamente uno de los pocos de los que siempre se
ha conocido su identidad de Steve Rogers) defiende la libertad del superhéroe
para no desvelar su nombre ni entregar información personal, encarnando en
cierta manera viejos valores patrióticos norteamericanos de utópica libertad
individual capaz de no entrometerse en la libertad del otro, una especie de
liberalismo al estilo europeo pero obviando que todos los ciudadanos respondan
por igual ante la ley. Frente a él Tony Stark/Iron Man defiende la postura
contraria, la necesidad de entregar la información requerida a su gobierno y
responder ante la justicia. Un sometimiento al Estado excusado en la seguridad
y el bienestar de los ciudadanos. Un liberalismo más estadounidense. A pesar de
la complejidad de la trama Steve Rogers se presenta como el gran protagonista
de la saga mientras que un Stark cada vez más autoritario parece, en cierta
manera, el villano de la serie, lo cual nos hace plantearnos si los estados son
autoritarios y represores por naturaleza además de insaciables en cuanto a
recorte de libertades del individuo. Cuanta más parcela de nuestra libertad
individual les demos, parcela más grande querrán.
Sin llegar a tales simplificaciones extremistas, de
lo que no me cabe duda es de que “Civil War” es un magnífico ejemplo para
entender el funcionamiento de la “cultura del miedo”.
Yonquis navajeros, asesinos en serie, violadores en
manada, terroristas… el espectro que sigue protagonizando el miedo asegura la
pervivencia de esta cultura. Poco importa cuando nosotros mismos ya nos hemos
entregado y a través de las redes sociales desvelamos donde y que hacemos en
cada momento. A lo mejor, y pese a que nos encante enarbolar banderas apocalípticas,
es porque las cosas no están tan mal ahí afuera.
¿Quién vigila a los vigilantes? |
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