|
Harry Powell, inspiración atlética. |
Algunos
de ustedes ya lo saben. He abrazado una nueva religión. Quizás estén imaginando
algo parecido a una secta satánica con vírgenes vestales, sacerdotisas de senos
sinuosos únicamente vestidas con capas escarlata, y enormes y negros rottweilers.
Lamento desilusionarles. Se trata de algo mucho más prosaico, pero cargado de
fervor religioso igualmente. Me estoy refiriendo a la religión del
“running”.
Dicen
que es una moda, aunque yo creo que el hombre siempre ha corrido, de igual modo
que también se ha corrido. Es cierto que no paro de ver gente corriendo, pero
también es cierto que ahora me fijo más que antes y los veo como
correligionarios (estupendo vocablo, y proclive al juego de palabras para este
caso, “corre”, “legionario”) Es posible incluso que tanta gente practicando
este saludable hábito obedezca a la necesidad y la supervivencia debido al
suicida estilo de vida occidental que todos hemos abrazado. Un ritmo de vida
bestial en el que nos obsesionamos tanto con exprimir el tiempo que al final
somos incapaces disfrutar del mismo, lo que viene a ser lo mismo que ser
incapaces de disfrutar de la vida. De hecho en mi caso particular fueron una
serie de problemas relacionados con esas cosas de la ansiedad, el estrés, la
hiperactividad, la angustia y como no, eso que llaman “mala vida” lo que me
empujaron a decidirme a quemar adrenalina de este modo tan natural. Por tanto
tuve que tragarme muchas de mis convicciones, como la de que “correr es de
cobardes” o la de que “que corra el balón” para calzarme las mallas (y
consecuentemente marcar paquete) y echar a correr. Fue recuperar aquellos años
colegiales en los que fui corredor de fondo, medio fondo y cross. Esas
madrugadas en las que sonaba el despertador a las seis de la mañana en pleno invierno
berciano para subir por piernas al Pantano de Bárcena mientras mi entrenador se
quedaba levantando pesas en el gimnasio con su pandilla. Pero las cosas son muy
distintas ahora, y esa magia ochentera (primeras pajas, cassetes de doble
pletina, etc) han dado paso a la gris madurez de los cuarenta años, con unos
pulmones castigados por dos décadas de nicotina y unas piernas que si responden
es gracias al entrenamiento a las que las han sometido las animosas noches
bailando “northern soul”.
Hubo
que desengrasar la oxidada maquinaria, y poco a poco fueron cayendo los
kilómetros. De modo que a día de hoy soy capaz de pasar de los diez mil metros
con relativa facilidad y mantenerme durante una hora seguida corriendo. No está
mal teniendo en cuenta mi más reciente pasado. Evidentemente sesenta minutos
corriendo y sudando en soledad dan para mucho. Es un fantástico ejercicio de
introspección y conocimiento de uno mismo, quien logra por momentos aislarse de
todo lo que le rodea. Desgraciadamente no es fácil lograrlo por completo, y
menos en una ciudad como Madrid, donde por mucho que te empeñes en buscar
espacios verdes, parques, o calles poco concurridas, te acabas encontrando con
infinidad de “enemigos” que por un lado dificultan lo que para el practicante ha
de ser tanto un ejercicio físico como mental, pero por otro pueden incluso
servir de estimulante y acicate. Así es como he llegado a la conclusión de que
mis dos grandes motores a la hora de correr son, cual moderno Harry Powell de
nudillos tatuados, el AMOR y el ODIO. En definitiva los grandes impulsos que
han movido a la humanidad desde que el hombre es hombre y Bibi Andersen
mujer.
Y
sí amigos, siento AMOR. Amor por el viento que golpea mi cara. Por los rayos de
sol que acaricia mi cuerpo. Por el cielo que me sirve de techo. Amor por la
naturaleza que me rodea. Por los árboles que saludan mi paso. Amor por la vida.
Por el cielo azul. Por la salud. Por el regalo de la vida y por esos minutos de
total libertad. Amor por todas las criaturas, grandes y pequeñas. Amor por cada
gota de sudor que surca mi piel, expulsando los venenos a los que nos sometemos
a diario. Amor por la magnífica, grandiosa, inabarcable e infinita comunión
entre el hombre y la tierra.
Pero
ese AMOR pronto se torna en ODIO. Odio por los coches y su frenético devenir
que destrozan la natural comunión antropológica. Odio por sus estúpidos
conductores que necesitan el vehículo para ir de Arturo Soria a Chamartín
mientras engordan su maldito culo. Y entonces recuerdo al inolvidable Profesor
Avenarius que Milan Kundera creó en “La Inmortalidad”, y su cruzada contra los
automóviles, a los que acusaba de destrozar la belleza arquitectónica de las
ciudades. ¡Cuánta razón amigo Avenarius!, no en vano fuiste creado bajo la
inspiración de Richard Avenarius, padre del empirocriticismo. Y es que el bueno
de Kundera siempre fue un filósofo disfrazado de novelista, o un novelista con
vocación filosófica, lo mismo es. El caso es que ese pensamiento me llena de
alegría, y recuerdo el descubrimiento que supuso para mí leer “La
Inmortalidad”, y de inmediato me vuelvo a sentir henchido de AMOR. Amor por la
literatura, por las novelas, grandes y pequeñas, por el verbo y la palabra.
Amor por el arte que enriquece el espíritu. Por la creación intelectual. Por la
música pop. Por el cine. Por los comics. Por todo lo bueno que es capaz de
salir de las manos y las mentes de los seres humanos. Y amo por consiguiente a
mis semejantes y a la especie humana a la que pertenezco. Pero luego pienso que
esas mismas manos son las que fabrican armas, bombas, y como no, coches. Coches
horribles para horteras orgullosos. Coches veloces para bacaladeros de
mandíbula apretada y rechinar de dientes. Y pienso que esas mismas mentes son
las que crean spots televisivos de San Miguel o canciones de David Bustamante,
y entonces vuelve el ODIO, con mayor fuerza que antes, que se acrecienta cuando
me enfrento a algunos congéneres a la vez que corro. Y odio a ese cartero
despreocupado que casi me arrolla con su carrito por caminar despreocupado
comiendo pipas y dejando las calles llenas de suciedad. Y odio también al
niñato gilipollas que en un barrio rico se las da de rebelde consumiendo su
tiempo entre porros y litronas de cerveza. Y odio, y a estos por encima de los
demás, a los figurines trajeados que lucen gomina cuando salen de los inmensos
edificios de sus grandes empresas para fumar y contaminar ese aire puro que yo
trato de disfrutar. Odio sus trajes, sus corbatas, sus trabajos, y todo lo que
representan. Porque en ellos está lo peor de nuestra sociedad. En ellos está
esta NO filosofía de vida, esta NO vida, este NO tiempo. En ellos está el
materialismo, el consumo desaforado, y el sentido de la vida en base a la
acumulación de riqueza. Apóstoles del “tanto tienes tanto vales”, han asesinado
sin piedad el regalo de la vida como experiencia de conocimiento entre el ser
humano y su natural entorno. Han destruido toda esperanza de riqueza del tiempo
con un ritmo de vida infernal y toda belleza vital con un mundo cada vez más
tecnológico, artificial y esclavizado. Malditos. Y sigo corriendo y odiando,
tropezando y esquivando cuerpos de congéneres, muchos de ellos, seguro, muertos
por dentro. Y surgen de repente las madres empujando amenazantes coches de
bebes a mi paso y mi tentador primer impulso vuelve a ser el del ODIO, pero de
inmediato reflexiono. Una madre y su hijo. Pocas imágenes tan poderosas para
explicar al mismo tiempo la grandeza y la simpleza de la vida. Y aparecen los
ancianos de renqueante paso que entorpecen mi camino, y también amenaza el
primitivo deseo del ODIO, pero de nuevo reflexiono. Y pienso, y comprendo, y
respeto, esa sublime ancianidad plena de sabiduría del ser humano. Y cuando veo
esos ancianos en pareja la emoción se acrecienta y casi deja asomar el llanto. Los
imagino toda la vida juntos, compartiendo alegrías y desdichas por igual
apoyados el uno en el otro, intentando derribar la realidad existencialista y
solitaria del ser humano y tratando de ser un mismo ente y no dos. Y me
enternezco tanto cuando veo y pienso todo ello que lo único que siento es AMOR.
Amor de nuevo por la vida, por las mujeres, por los hombres, por los amigos,
por los compañeros. Amor por mi pareja. Amor por la posibilidad de vivir una
vida juntos.
Y
así continúo balanceándome entre el AMOR y el ODIO como el Asombroso Spider-Man
se balancea entre los edificios de la ciudad de Nueva York, y cuando me doy
cuenta ya llevo corridos diez kilómetros.
Y
este, amigos, es el verdadero motor de mi pasión por el “running” y mi
auténtico impulso a la hora de correr, y no, como algunos habíais pensado, llevar
a Chiquetete en el ipod.