Hoy
hace ocho años que perdíamos a un buen amigo. Ocho años en los que su recuerdo
no ha dejado de cobrar fuerza, pero en los que por otro lado el paso del tiempo
ha ayudado a cicatrizar la herida por su perdida. Cada vez que los numerosos seres
queridos que nos hemos quedado aquí pensamos en él lo hacemos con una enorme
sonrisa en la boca, pero créanme, muchísimo más pequeña que cualquiera de las
suyas.
La
muerte, esa maldita compañera de la vida con la que nos debemos acostumbrar a
vivir. El Eros y el Thanatos. La dualidad que nos hace humanos. Todos nacemos
con una enfermedad mortal: la vida. Estar vivo es estar sentenciado a muerte.
Vivir es ir muriendo, que decían los barrocos. Para compensarlo, cada día que
vivimos es un día en el que somos inmortales. Todos somos inmortales hasta el
día de nuestra muerte. Como ven, nada hay mejor para la divagación que la
propia esencia y existencia de la vida y la muerte, ya que la esencia de la
vida conlleva la esencia de la muerte, y viceversa. Y con todo ello aún así
sabemos que ningún golpe de, volvemos a ella, la vida, puede ser comparable al puñetazo
irremediable de la muerte.
La
muerte se instala en nuestra vida cuando perdemos a alguien querido. El resto
de nuestros días estarán ya marcados por esa ausencia. Ausencias más dolorosas
cuando la persona que se va es alguien que parte demasiado pronto, como si la
lógica, si es que existe, de nuestra especie dictase que no tocaba. A mis años
ya he visto irse a un pequeño puñado de amigos, y duele. En 1998, en uno de
esos veranos que se antojaba inolvidable, perdimos a dos de golpe. La maldita
carretera en una noche del estío. Fue entonces cuando decidí que no podría
hacer frente a algunas muertes, pero tendría que sobrevivir con ciertas
ausencias. Por ello mi mente se puso a trabajar en buscar alguna solución
evasiva. Mis amigos no habían muerto, pero es cierto que se habían ido. A un
sitio demasiado lejano como para poder volver a verles, pero donde seguirían
siendo felices y eternamente jóvenes.
Paquito
Bendito se fue en 2005 y evidentemente no lo he vuelto a ver. Pero no me cuesta
imaginarlo envuelto en una toga y bailando rock’n’roll rodeado de
despampanantes mujeres en algún remoto paraje donde ningún hombre ha llegado
jamás. Y siempre que paso por Orbita en plena A6 camino del noroeste y recuerdo
una de sus coñas favoritas (“¡mirad amigos, estamos en órbita!”) pienso: “¿qué
andará haciendo el cabrón éste?”
Por
si acaso, por si realmente está montándose una buena juerga en un sitio
realmente tan lejano y tan remoto al que no voy a poder acceder y me quedo con
las ganas… sólo por eso, déjame que me eche un trago a tu salud, viejo
amigo.
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