Hoy
es el cumpleaños de mi madre. No es un cumpleaños cualquiera.
Ninguno lo es, claro, porque mi madre no es una madre cualquiera, ¡es
la mía! Pero es que además cumple 80 años. Un número tan redondo
que nos hacía mucha ilusión poder celebrarlo todos juntos. Ha sido
imposible por ustedes ya saben que circunstancia.
Los
cumpleaños son una buena medida para ponernos en la situación que
nos ha tocado vivir. En un pensamiento a largo plazo, que es el que
toca a poco que uno sea persona mediánamente inteligente y sepa
apreciar lo que supone toda una vida propia, única y exclusiva y en
relación con sus congéneres, estos meses de confinamiento pandémico
serán una anécdota en nuestras existencias, una cicatriz que
enseñar a nuestros nietos, esas interminables jornadas que nos tocó
quedarnos en casa por culpa de un virus desconocido para el que no
teníamos remedio. Ergo, por culpa de la naturaleza, la cual de vez
en cuando es tan tocapelotas que nos recuerda que está por encima de
nosotros los humanos.
No
obstante hay una realidad incontestable. Igual que todos los días
muere gente, nace gente, y se rasca el sobaco izquierdo gente, todos
los días hay gente que cumple años. Esta nimiedad quiere decir que
en estos ya más de dos meses de confinamiento hay mucha gente que ha
celebrado su cumpleaños. Yo entre ellos. El mío fue el 28 de Abril.
Largo te lo fio cuando a finales de Marzo pensaba que podría llegar
a festejarlo con una buena juerga rodeado de mis amigos para oficiar
que habíamos superado todo esto. A medida que pasaban las semanas mi
pensamiento se encaminaba, fíjense, en que simplemente pudiera
celebrarlo echarlo una carrerita o una pachanga en una cancha de
baloncesto con algún colega de estos trillados que con más de
cuatro décadas a la espalda nos ponemos de vez en cuando de corto
para darnos de hostias en la zona y exhibir muñeca y tiro exterior
en este deporte que es religión llamado baloncesto. Con eso me
conformaba.
No
pudo ser y la medida del tiempo en base a los cumpleaños ya se
encaminó a mi madre, coñe, ¡pero es que llevábamos un año
planeándolo toda la familia!, pues sí, era un acontecimiento, y
dentro de ese ritual de comidas esporádicas con primos, tíos y
demás familia los cuales andamos todos esparcidos por el mundo
adelante este año habíamos marcado en el calendario el 80
aniversario de mi madre, la Lola, la mamma. Y no pudo ser. ¿Qué
hago?, ¿ me monto en el autobús de Santi Abascal a gritar “libertad
libertad sin ira libertaaaaaaad” y a pedir la dimisión del
gobierno porque han creado este coronavirus en el sótano del chalet
de Pablo Iglesias en Galapagar jugando con sus hijos al Quimicefa o
hago lo único que sé hacer (escribir y reírme de todo)? Una vez
más he optado por lo segundo. Así de irresponsable soy. Si fuera un
patriota de verdad supongo que estaría haciendo la “kale borroka”
con un polo de Valecuatro quemando contenedores porque este gobierno
socialcomunista no me deja ver a mi madre en su 80 aniversario. Si es
que soy un blando.
Mi
madre, que atisbando sus 80 años entra en esa categoría que he
definido de los de “para lo que me queda en el convento...”, o
sea, que después de haber vivido lo que han vivido, guerra civil,
posguerra, etc, no puedes encerrarlos en casa, porque quizás, y esto
es es así de duro pero igual así también comprendemos porque
hablamos de las cifras de las que hablamos en España (digo yo,
¿puede ser porque hablamos del país con mayor esperanza de vida del
mundo?, pregunto, eh), este puede ser su último, penúltimo o
antepenúltimo verano. Mi madre, como digo, ha sido la primera en
comprender la situación y lanzarnos un mensaje de “quieto parao”
y dejar claro que ni cumpleaños ni gaitas y que no quiere que nadie
la vaya a ver ni reuniones ni más gaitas (gallegas, por supuesto),
siendo ella más de derechas de Fraga me llena de cierto orgullo
filial su aplomo y conducta tan responsable mientras los
“chipiriflauticos” de Abascal andan haciendo el canelo
enarbolando nuestra bandera porque al parecer nos ha secuestrado
Pedro Sánchez, no la covid-19 (lo que hace vivir en un mundo propio
e impermeable a la realidad que viven el resto de ciudadanos)
También
es cierto, o creo percibir (a mi madre me remito) que ese adorable y
relajante nihilismo pleno de sabiduría que alcanzan nuestros mayores
somos sus allegados quienes no lo permitimos. Dicho así de claro y
así de duro en román paladino: a mi madre le importa tres cojones
cumplir 80 que 81 que 82 pero para mí sería un cataclismo y un
terremoto emocional del que me costaría muchísimo recuperarme...
porque yo sigo necesitando a mi madre (queriéndola, es obvio) pero
digo bien, necesitando, sabiendo que sigue ahí, esa figura
ascendente que me trajo al mundo y en que en cierta manera da sentido
a mi vida, ¿si no qué sentido tiene que yo esté aquí?, y lo
comprendo, e imagino que el día de mañana, ojalá sea así, yo
tenga esa paz y tranquilidad y piense “me importa tres cojones lo
que pase mañana, aquí os quedáis”. Al menos esto es lo que
percibo yo y en realidad mi madre lleva tiempo engañándome y es
como el Manuel Bueno Martir de Unamuno que no cree en nada pero ayuda
a creer porque piensa que así el vecino será más feliz. No lo
creo. Yo creo que mi madre tiene la grandísima suerte de tener fe
cristiana (y esto lo digo sin ironia... ¡ojala la tuviera yo!)
Sea
como fuere si mi madre no existiera habría que inventarla. Ya sea
sólo porque su existencia y en este caso aniversario me sirve de
excusa para escribir unas cuentas líneas más, oigan. Qué hablamos
de una figura gigantesca mucho más allá de Winston Churchill o Sid
Vicious. Ya sé que todo el mundo pensará lo mismo sobre la suya...
pero... ¡es que esta es la mía!
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