Yo siempre me acuerdo mucho de mi padre, que en paz descanse, pero especialmente el recuerdo se intensifica estos días. Recuerdo aquella época en el Bar Liceo y no puedo evitar pensar como hubiera cambiado nuestra vida, como hubiéramos tenido que afrontar el cierre del local durante unas semanas y si hubiésemos sido capaces de encontrar la reinvención necesaria en la que andan inmersos la mayoría de los pequeños hosteleros de nuestro país.
Pero
también me pregunto cuál sería su opinión sobre todo lo que está
sucediendo. Si se hubiera ciscado en el gobierno o en la oposición o
en todos o en ninguno, si se hubiera atrevido a decir que esto le
parecía mal y esto bien o viceversa, o como buen gallego nadie
hubiera sabido si subía o bajaba por la escalera y hubiera preferido
rumiar para sus adentros y pasar de milongas y discusiones que total
no le iban a llevar a sitio ninguno.
La
barra del bar ha sido tradicionalmente en nuestro país escenario de
encendidos debates de diversos campos, desde el fútbol a la
política. Muchos años antes de la aparición de redes sociales
donde poden depositar nuestras miserias, el español medio se
desahogaba yendo al bar, donde con suerte algún otro parroquiano
aceptaba el envite del parloteo a ser posible manteniendo posturas
opuestas, ya que ahí residía la gracia. Manolo, culé furibundo,
entraba relamiéndose al bar buscando a Pepe el madridista para
pasarle por la cara el 5-0 de la noche anterior en el Nou Camp
mientras que Felipe, el “progre”, se ponía como un miura cuando
Mariano el “facha” hablaba del Caso Filesa. Así funcionaba
España que mantenía su particular ecosistema guerracivilista en los
pocos metros cuadrados de un bar sin el rotundo altavoz de Twitter o
Facebook. No se crean por ello que ahora nuestra sociedad está más
polarizada, si no que antes las boutades y salvajadas se quedaban en
la barra del bar y la barbaridad que soltaba el panadero de Cacabelos
no llegaba a oídos del tapicero de Vilanova i La Geltru que hace una
captura de twitter al grito de “¡vean ustedes como son esta
gente!”
Pero
había días que Manolo y Mariano no encontraban a sus némesis, y
claro, el desahogo caía en el paciente hostelero, o sea, en este
caso mi padre, quien con su habitual e impertérrito gesto (de vez en
cuando se le escapaba un bostezo) asentía con un diplomático “ya
home, ya” para una vez finalizado el soliloquio de su a la fuerza
interlocutor espetar una de sus mejores sentencias: “al español
todo le molesta”. Aquello, claro, dejaba al cliente entre
decepcionado y descolocado. ¿A qué español se refería mi padre?,
¿al qué pensaba como el cliente que le había dado la chapa o a los
otros?, ¿al qué se quejaba del gobierno o de la oposición?, ¿al
barcelonista que reclamaba fuera de juego o al madridista que pedía
penalti?, y como es sabido que “Vox no discuten si uno no quiere”
al parroquiano no le quedaba otra que agachar la cabeza y dejar de
dar el coñazo al no identificar si hablaba con enemigo o aliado de
cuales fueran sus postulados.
No es
que fuera precisamente mi padre muy aficionado a la literatura
(aunque se devoraba todos los años la entrañable publicación
norteamericana conocida como “Almanaque mundial” en su edición
traducida al castellano, lo cual le nutría de unos conocimientos
sobre geopolítica mundial que ya quisiera cualquier tertuliano de
medio pelo), pero sin saberlo ni pretenderlo seguía los pasos,
siglos después, de Lope de Vega, quien en su ensayo de 1609 “Arte
nuevo de hacer comedias en este tiempo” hablaba de la “cólera
del español sentado”, ese espectador de juicio implacable
dispuesto a destrozar sin piedad la obra escenificada la cual nunca
estaría representada a su gusto. No cuesta reconocer a ese español
colérico a día de hoy, quien en un radical giro dramático y a
falta de encontrar barra de bar en la que desahogarse es capaz hasta
de contradecirse a sí mismo cada cinco minutos con tal de mantener
el grueso tono de enojo que pide el papel.
Si
seguimos confinados, malo… si comenzamos la desescalada, peor. Si
mantenemos un mando único, horrible, y si delegamos en las
comunidades autónomas terrible. Otra prórroga del estado de alarma
sería una insensatez, pero finalizar tal excepcional estado un paso
al abismo. Las
pagas a los ciudadanos sin recurso, una estupidez caritativa, pero
dejarles al desamparo una muestra de egoísmo inaceptable. Mantener
los negocios cerrados es condenarlos a la quiebra, permitir abrirlos
es no pensar en la salud de los ciudadanos.
No
es el viejo refrán de que nunca llueve a gusto de todos, si no que
no llueve demasiado. El español sentado confortado en la seguridad y
certeza de su cólera sólo espera la tormenta para, entonces sí,
levantarse y aplaudir mientras los truenos iluminen el cielo.
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