1 de
Mayo. Día de reivindicaciones laborales. Es decir, vitales, ya que
desde que fuímos expulsados del Paraíso estamos obligados a
ganarnos el pan con el sudor de nuestra frente. Así se cuenta en el
Génesis, en el relato de la creación del hombre, sin embargo no es
hasta finales del siglo XIX (recordemos que se conmemora la huelga
general estadounidense del 1 de Mayo de 1886) que comenzamos a hablar
de “derechos de los trabajadores”, en realidad llevamos poco más
de un siglo de avances en ese sentido con pasos adelante y algunos
atrás (en España todavía duelen las dos reformas laborales de 2010
y 2012), avances que nunca olvidemos en cualquier momento pueden
venirse abajo como un castillo de naipes. La reivindicación laboral por un trabajo digno y una relación justa entre los distintos
protagonistas del sistema capitalista y productivo en el que vivimos sigue teniendo validez. Por supuesto.
Pero
este 1 de Mayo del confinamiento y la pandemia nos sirve también
para reflexionar, que al fin y al cabo es lo que más hacemos estos
días intentando que nos lleven tales reflexiones a algún buen
puerto (y desde luego un puerto común, o así debería ser por mucho
que algunos sigan con el “¿qué hay de lo mío?” a lo Saza en
“La escopeta nacional”) y darnos cuenta de las distintas
realidades de nuestra sociedad, porque sí, queda muy bien decir eso
de que el virus no conoce fronteras ni ideologías ni clases
sociales, pero no, no es lo mismo como está afectando esto a un gran
directivo de una empresa del IBEX 35 con un chalet en la sierra que
al autónomo padre de familia de Usera que haya tenido que
cerrar su pequeño bar con el que alimentaba y pagaba los estudios de
sus hijos.
Hoy
casi diríamos que podemos celebrar el Día Internacional del
Teletrabajo, en vista de como muchos puestos de trabajo se han
adaptado felizmente a ese nuevo escenario. Es una gran noticia como
tantas empresas en un tiempo record (todavía recuerdo la infatigable
jornada del 13 de Marzo en mi oficina hasta que pudimos irnos a casa,
ya bien entrada la noche, con la certeza de que el lunes podríamos
trabajar desde casa con las menores incidencias posibles), pero a la
vez derrumba esa infame teoría de crear grandes ciudades
empresariales obligando a los trabajadores a vivir en una endogamia
propia de “Melrose Place”, donde llegas joven a tu nuevo puesto
de trabajo en el que vas a hacer vida durante decenas y decenas de
horas todas las semanas, donde tus tiempos de descanso serán
consumidos en ese mismo lugar, donde trabajarás, comerás,
descansarás y harás tus horas de ejercicio físico. Posiblemente te enamorarás porque
eres joven y la única relación que tienes con el resto de seres
humanos es en el trabajo. Quizás te cases e incluso si tienes hijos
no hay problema porque tu empresa dispone de una magnífica guardería
en tu mismo puesto de trabajo. Hemos asistido a esta locura en los
últimos tiempos, a esta especie de “apartheid” laboral que no
conduce si no a elevar todavía más las diferencias sociales. Con
los sectores laborales tan estrechamente encerrados en si mismos se
perpetúan todavía más las alternativas únicas que parecen ir
asociadas a un determinado estrato social con cierto tipo de trabajo,
y se pierde algo tan maravilloso como que un ingeniero con carrera se
ponga a discutir de fútbol o política con el electricista del
barrio tomando un carajillo en el bar de la esquina. Claro que el
problema ahora es que no podemos tomarnos un carajillo en local
alguno, pero al menos el teletrabajo viene a desmontar la idea de que
ingresar en una determinada empresa se convierta en poco menos que
unirte al Opus Dei.
Otra
reflexión común estos días es la de los “puestos de trabajo
esenciales”, con cierta demagogia y que puede ofrecer distintas
lecturas según cual sea la bancada en la que uno está enrolado.
Porque si bien es cierto que la crisis pandémica nos ha demostrado
que un cajero de supermercado puede ser más importante ahora mismo
que el dueño de una cadena hotelera, también hemos visto a los de
la trinchera nazional-católica (cuyo comportamiento durante toda
esta crisis en general está siendo el de un cante inmenso) celebrar
que nuestros actores y actrices y otros personajes de la cultura
hayan tenido que parar su actividad (volviendo al casposo
calificativo propio de esa época franquista que tanto añoran de
“titiriteros”) mientras que en la huerta se siguen plantando
lechugas. Eso sí, sigue el “Sálvame” en la parrilla televisiva
y además los “periodistas” de cabecera del nazional-catolicismo
casposo están más “on fire” que nunca sacudiendo las redes con
sus sesudos análisis políticos mientras señoritas en paños
menores aparecen a lo lejos del plano, en la mejor tradición de las
películas de Pajares y Esteso. Pero como digo lo de estos señores
es dar el cante constantemente a ver si cae la breva y llegan hasta
donde otros ilustres botarates del estilo de Trump y Bolsonaro lo han
hecho.
No
obstante es innegable, como bien afirma Héctor G. Bárnes en su blog“Mitologías”, reivindicar el “sentido social” de nuestros
trabajos. Ahí es donde nos damos cuenta de que muchas de las cosas
que hacemos para ganarnos el pan son simplemente para eso, para
ganarnos el pan y no para el bien de la sociedad. Buscar ese sentido
social en lo que hacemos debería ser algo reivindicable pero no sólo
ahora, inmersos en una crisis que exige esa solidaridad y sentido
social. Debería serlo siempre. Claro que yo no soy tan
catastrofista, dado que considero que vivo dentro de un engranaje que
funciona con cada uno de nuestros actos y si mi trabajo (y pienso en
el mío en concreto ahora mismo) sirve para que a diario se muevan
una cantidad de operaciones financieras creo que bien enfocado puede
hacer que tengamos más recursos, mejor sanidad, y mejor sociedad.
Personalmente creo que capitalismo y socialismo pueden convivir y que
una sociedad de consumo no tiene porque ser en esencia “mala” si
sabemos orientar y ver los beneficios de dicho consumo. Por eso yo
lejos de alegrarme el hecho de que haya parado la industria del cine, o al menos
del cine convencional, lo lamento. Al igual que pienso por ejemplo
del deporte o tantas cosas que nos permitían vivir en un confortable
estado evasivo que no tiene porque significar anestesia (ni mucho
menos anestesia social) si no más bien al contrario rebelión.
Recuerden que los antiburgueses más furibundos no escribían sobre
política, si no que enorbolando la bandera del simbolismo
reivindicaban la mitología, el paganismo o el satanismo, por ejemplo
(hablo evidentemente de los rebeldes simbolistas franceses del “fin
de siecle”) Precisamente una de los tópicos que hemos padecido
quienes hemos intentado crecer con una cierta educación y
sensibilidad cultural era escuchar eso de que la poesía o la música
no valían para nada, ni siquiera incluso la filosofía. Ese cruento
“para nada” buscando darle únicamente un valor material a
nuestra educación, a nuestros actos, o nuestra vida siempre me
pareció un argumento a derribar. Necesitamos una buena película o
un buen partido de fútbol tanto como que haya un técnico de
lavadoras en el barrio.
Feliz
1 de Mayo a todos los trabajadores y trabajadoras del mundo y hoy más
que nunca desear (y alertar sobre ello) que esa tan cacareada “nueva
normalidad” no signifique que en este transitar de avances de
derechos laborales retrocedamos varios pasos. O dicho en castizo, que
no lo paguemos los de siempre.
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