Uno
de los peligros evidentes del confinamiento era la posibilidad de la
rebelión ciudadana, la insurrección ante el poder y la ley que
dejase al descubierto la dificultad de gestionar una crisis de este
tipo. Es evidente que salir a incendiar las calles en un momento como
este es de una irresponsabilidad supina, pero que tal insurrección
nazca del madrileño Barrio de Salamanca, una de las zonas más ricas
(esto no es prejuicio, es realidad) de toda España, provoca un
efecto tragicómico muy propio de la mejor tradición nacional.
La
revuelta de los “cayetanos” (haciendo un guiño a Carolina
Durante, la banda que décadas después de los éxitos de Los Nikis
mejor han sabido representar al “pijofacha” español en sus
canciones) ha provocado el habitual revuelo mediático en esta
sociedad hiperactiva en redes sociales. Como creo que estos
personajes y sus actos se definen solos, vamos a centrarnos de nuevo
en la disección antropológica y social que nos muestra este
disparate.
En
efecto hay mucho más que denunciar una evidente irresponsabilidad en
todo este circo. Es de nuevo la constatación de que la parodia y la
caricatura de la España de la caspa es real y está más viva que
nunca después de haber encontrado potencia electoral en Vox (el
matrimonio Espinosa de Los Monteros-Monasterio ya se ha dejado ver en
las manifestaciones) La España tardofranquista que trataba de
insuflar modernidad a su nacionacatolicismo colgándole la bandera
española a Snoopy y atándose su jersey al cuello. No se trata de
que sean ricos o de cuantos números luzcan en su cuenta corriente.
Mejor para ellos en todo caso. Se trata de la ostentación de un
estilo, de casi una tribu urbana realmente aberrante para cualquiera
que tenga un mínimo de buen gusto. No estamos hablando de Steve
McQueen en la piel de Thomas Crown ni de Cary Grant en el papel de…
bueno, en cualquiera de los papeles interpretados por Cary Grant a lo
largo de su carrera. No se trata por tanto de dinero o posición
social .Se trata del reflejo de una España momificada y
carpetovetónica, de mesa camilla y crucifijos en los salones.
Luis
García Berlanga, quien posiblemente con sus películas hiciese más
dinero que la mayoría de los “cayetanos” arrojados a hacer la
“kale borroca” con polos Valecuatro de estos días, retrató de
manera magistral esta España en su trilogía de “La escopeta
nacional”, comenzando con la película que le da título en 1978.
En ella el gran José Sazatornil, interpretando a un empresario
catalán, se introduce en un escenario de cacerías, aristócratas,
ministros franquistas y curas del Opus Dei en busca de poder colocar
su negocio de porteros automáticos a escala nacional. Con los dos
trabajos posteriores, “Patrimonio nacional” (1981) y “Nacional
III” (1982), Berlanga traza un relato entre 1972 y 1981 con estos
personajes que lejos de admitir su anacronismo se rebelan ante la
incipiente democracia y mantienen sus parcelas de poder a toda costa.
Es la España que seguirá esgrimiendo “usted no sabe con quién
está hablando” cada vez que un agente de tráfico le coloca una
multa, o la que tira de apellido como mejor dato en su “curriculum
vitae”. En aquella España de la transición y los abrazos, los maestros
Berlanga y su inseparable guionista Azcona pusieron su granito de arena haciendo lo que mejor sabían: hacernos reír retratando
nuestra sociedad.
El
pasado domingo por la noche en la emisora COPE se tronchaban a
mandíbula batiente de la portada ficticia de magazine ficticio que
reproduzco a continuación. De la parodia y la caricatura, de esta
España capaz de reírse de sí misma en estos momentos. Contrasta
con la seriedad con la que un viejo buen amigo de correrías de
antaño se ha tomado esta y otras tantas burlas del momento,
acusándonos a quienes las reímos de caer en la cosa esa tan
comunista del “odio al rico”. Me pregunto en que momento
cambiamos el gesto para hacerlo adusto y si los límites del humor,
que imagino que existirán, merecen ponerse en cosa tan absurda y
banal como esta. En que momento, me pregunto, nos hemos vuelto
todavía más serios y estirados que la mismísima emisora de la
Conferencia Episcopal. Hay una canción del último disco de mi banda
favorita, Airbag, titulada “El centro del mundo” cuyo mensaje
estos días resuena en mi cabeza con más vigencia que nunca. La
sensibilidad de las redes sociales con sus particulares microcosmos,
cada uno con su única, imperturbable e inmutable razón.
Supongo
que como en todos los órdenes de la vida los límites, o en todo
caso la gracia (nunca mejor dicho en este caso), validez, éxito, o
como lo quieran llamar (siempre desde un punto de vista subjetivo,
claro, lo que para mí es válido y exitoso posiblemente sea una
bazofia para una gran mayoría de mis congéneres) está en la
calidad del humor. Comparto totalmente aquello que defendió Oscar
Wilde en su tristemente juicio contra el Marqués de Queensberry
(trístemente para él y su inmediato futuro, para la humanidad nos
dejó algunos de los mayores ejemplos de ingenio y brillantez en una
vida prolija en tales asuntos) sobre la moralidad o inmoralidad en la
literatura, punto de visto que ya había dejado claro en el prefacio
de “El retrato de Dorian Gray”. Tampoco debiera estar el humor
sujeto a tal moralidad, si no únicamente expuesto a la calidad del
mismo. En ese sentido creo que las obras de Berlanga y Azcona poco
reproche pueden recibir.
Jaume
Canivell, (“¿catalán?, separatista, ¿eh?” le espeta el cura
interpretado por Agustín González al escuchar su nombre) el
personaje interpretado por “Saza” en la saga “nacional”,
busca medrar su empresa haciéndose “amigo” de los círculos de
poder que se mueven alrededor de las cacerías de la finca del
Marqués de Leguineche aún a coste de su bolsillo y de humillaciones
varias (la cacería acaba siendo pagada de su bolsillo pero tiene que
reconocer en público que ha sido el marqués el “paganini”) No
sería extraño encontrarse varios “canivelles” estos días por
las calles del Barrio de Salamanca exclamando “¿qué hay de lo
mío?” al calor de los apellidos más ilustres de la ciudad, pero
en vez de blandir una escopeta los verán (afortunadamente para
todos) ataviados con una cacerola.
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