“En
España no hay nada más provocador que intentar ser conciliador”,
lo escribió el vicepresidente de la Junta de Castilla y León
Francisco Igea el pasado domingo con motivo de las bochornosas
manifestaciones convocadas por Vox el sábado tras las cuales la
formación ultra ha llegado a equiparar su patriótico desfile con
nada menos que la consecución de la Copa del Mundo (de fútbol,
imagino) Después de reprochar a los nacional-católicos una nueva
instrumentalización de la enseña nacional y el buscar sacar rédito
político de una pandemia global, el político vallisoletano (médico
de profesión antes de entrar en política) acertaba de pleno con
esta sencilla pero certera reflexión.
Al
hilo del uso de la apropiación de la bandera por parte de la
ultraderecha nacionalista me gustaría hacer una pequeña digresión.
Simplemente la que recuerda que no se trata de ninguna novedad.
Cualquier totalitarismo, o los herederos del mismo, buscan una
excesiva apropiación y exhibición de los símbolos y enseñas
nacionales. Es comprensible por tanto el recelo con el que muchos
españoles siguen viendo (y temiendo) la explosión rojigualda con
intereses políticos, y cuando parecía que felizmente podíamos ver
generaciones de españoles libres de exhibir nuestra bandera sin
intenciones fascistas, vuelven esos mismos fascistas para recordarnos
que no, que la bandera sigue siendo suya. Esto no es exclusivo del
fascismo. El comunismo también se ha cuidado muy bien a lo largo de
la historia de politizar el uso de ciertos emblemas. La actual
bandera de Cuba es muy anterior a la llegada de Fidel Castro al
poder, pero si usted ve a un individuo por la calle ataviado con tal
bandera es muy posible que sienta una razonable sospecha de que se
trata de un simpatizante con el comunismo castrista, al igual que
puede suceder con la de Venezuela y su relación con el chavismo.
Igea
ha dado en el clavo con lo que supone mantener en la España actual
una actitud que no viva esclavizada por las siglas políticas. Lo
dice lógicamente desde su posición centrista, con la cual yo
personalmente no me identifico. Yo no soy centrista, yo soy de
izquierdas. Soy de izquierdas por una decisión personal ética y
moral, no por ningún dogma de fe. Por eso me niego a que mi
pensamiento viva constreñido a no ver más allá del viejo debate
derecha-izquierda. Es algo tan sencillo como que de la misma manera
que no creo que todos los inútiles de la política española se
hayan instalado en el actual gobierno “social-comunista”, dudo
también que lo sean todos los de la oposición. Del mismo modo que
no creo que nadie sea mejor o peor persona por pertenecer o votar a
un determinado partido, aunque sí creo, lógicamente, que hay
ideologías perniciosas y funestas para la humanidad y merecen ser
combatidas, de ahí lo equivocado de reprochar a quienes no caemos en
el histrionismo ideológico. Porque yo si tengo claro de qué lado
estoy. Del lado de quienes no admitimos el totalitarismo ni la
intolerancia, venga del lado que venga. De quienes defendemos la
democracia y que “el partido” se gana en las urnas y no con
golpes de estado pistola en mano y no queremos que Europa viva ese
retorno al pasado de los Franco, Hitler, Mussolini, Salazar, Stalin,
Ceacescu o el coronel Papadopuolos.
Y la
sombra de la amenaza de ese retorno al pasado parece más vigente que
nunca. No sé puede entender si no que quienes no admitimos el dogma
(“todo lo que hace el gobierno está bien", "todo lo que
hace el gobierno está mal”, etc) seamos ahora mismo el sector más
peligroso de España, a juzgar por como recibimos desde todas las
bancadas. Traidores a cualquiera de los bandos por no querer
participar en esta guerra civil ni enarbolar ninguna bandera que no
sea la de nuestra propia conciencia y nuestra propia moral.
No
vamos a entrar de nuevo en la reivindicación de la Grecia clásica y
la virtud aristotélica del equilibrio, ni tampoco recordar la
necesidad de huir de esa noche en la que todos los gatos son pardos,
por parafrasear a Hegel, simplemente me pregunto en que momento hemos
caído en el delirio de que quienes buscamos la vía del
entendimiento y despreciamos la de la fuerza nos hemos convertido en
sospechosos de Dios sabe qué. Porque donde algunos ven pusilanimidad
o debilidad yo veo todo lo contrario. El pusilánime y el débil es
quien no tiene otro recurso que argumentar que el de la fuerza, el
insulto y la violencia. Lo que entendemos como equidistancia requiere
en realidad de una fortaleza y unos principios que no son tan fáciles
de aceptar cuando en ocasiones te exigirá renunciar al dogma
ideológico de turno. Por una mera cuestión física y geométrica
cualquiera debería entender que el punto más fuerte en cualquier
edificación y que impide el derrumbamiento hacia uno u otro lado es
el punto medio. Lejos de considerar por tanto como pusilánime, o
peor todavía, indiferente, a quien a toda costa se empeña en
mantener ecuanimidad y equilibrio, habría que verlo en realidad como
al ciudadano más comprometido con la fortaleza de nuestro edificio y
preocupado en que no se produzca su derribo. Ese edificio de la
socialdemocracia en el que cabemos y vivimos todos y que hay que
insistir ha traído a Europa la época de mayor paz y prosperidad que
podamos recordar. Prefiero por tanto ser un pérfido equidistante que
mantiene la fuerza, la tensión y el equilibrio para que esto no se
venga abajo a contribuir a derribar nuestro edificio.