Miramos a China con optimismo. La cuna
del Covid-19 afirma haber superado el pico del coronavirus y la curva
del contagio muestra con orgullo la deseada forma descendente. Han
sido prácticamente dos meses de sacrificios y restricciones por
parte de la ciudadanía obligados por el gobierno comunista de Xi
Jinping. Veíamos las noticias que nos llegaban desde el país
asiático, cuando la epidemia parecía tan lejana y ajena a nosotros,
ciertamente horrorizados por las draconianas medidas impuestas por un
estado continuamente en entredicho por sus constantes violaciones a
los derechos humanos. Un estado que no había tenido ningún reparo,
para que nos demos cuenta de la catadura moral manejada, en acusar de
difamación a los primeros médicos que advirtieron de un repunte del
SARS (el coronavirus que entre 2002 y 2003 dejó más de 700 muertes
en el Asia Oriental) sin saber que en realidad se trataba de un nuevo
virus todavía más dañino y contagioso. El propio Li Wenliang,
oftalmólogo del Hospital Central de Wuhan y primera persona en
advertir del peligro, fallecería a causa de la propia enfermedad
convirtiéndose en otro icono más de la lucha por la libertad de
expresión e información en el opaco y totalitario país asiático.
Pero tras la ignominia inicial las
posteriores medidas del gobierno chino fueron ejemplares, aunque
algunas resultasen impopulares. Construyeron para asombro del mundo
un hospital en diez días, cerraron y confinaron Wuhan, y sellaron
los bloques en los que vivieran infectados, a los que se les dejaba
diariamente comida en la puerta de sus casas como antiguamente se
hacía con los leprosos a quienes se les negaba el contacto con el
resto de congéneres. No faltaron los controles periódicos a toda su
población. Nada podía quedar sujeto al azar, o mejor dicho, a la
libertad individual y responsabilidad de unos individuos quienes por
otro lado están acostumbrados al sometimiento ante un régimen que
lleva más de 70 años imponiéndose.
La crisis del coronavirus plantea por
tanto un debate necesario sobre la idoneidad del totalitarismo frente
a las crisis o la capacidad de las democracias y los estados libres
para resolver estos problemas con igual eficacia. ¿Seremos capaces
los libres ciudadanos europeos de superar esta emergencia simplemente
apelando a nuestro sentido de la responsabilidad? En ese sentido
quien a día de hoy siga sin ser capaz de comprender la magnitud de
lo que enfrentamos y no adopte las básicas medidas de higiene, no ya
para evitar el contagio, si no para propagarlo por si mismo como
seguro está sucediendo con muchos ciudadanos asintomáticos que
ignoran estar infectados, no merece otro calificativo que el de
irresponsable y mal ciudadano. La duda sobre nuestro sentido de la
responsabilidad es fundamentada. Seguro que les viene a la memoria un
líder político de infausto recuerdo que se jactaba y hacia chanzas
sobre coger el volante con unos vasos de vino encima. Aquella boutade
fue bien recibida desde ciertos sectores como ejemplo del liberalismo
peor entendido. Ese que no tiene en cuenta aquello que decía John
Donne de que ningún hombre es una isla y que todas nuestras acciones
pueden tener repercusión en los demás, por mucho que apelemos a esa
libertad individual, a esa parcela que todos deseamos. Ahora que se
avienen días de confinamiento (forzoso o voluntario, ahí está el
debate y ojala seamos conscientes para que no haya que recurrir a lo
primero) en aras del bien general y la salud pública, bien podríamos
hacer en limpiar el polvo de las estanterías y recuperar el
saludable hábito de la lectura buscando la necesaria brújula
humanista en autores como Donne. Entonces nos daremos cuenta de que el continente humano
que formamos no merece ser infectado por nuestras
irresponsabilidades. Que ningún estado comunista o totalitario tenga
que venir a recordárnoslo.
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