jueves, 12 de marzo de 2020

DIARIO DEL CORONAVIRUS (II): NINGÚN HOMBRE ES UNA ISLA.









Miramos a China con optimismo. La cuna del Covid-19 afirma haber superado el pico del coronavirus y la curva del contagio muestra con orgullo la deseada forma descendente. Han sido prácticamente dos meses de sacrificios y restricciones por parte de la ciudadanía obligados por el gobierno comunista de Xi Jinping. Veíamos las noticias que nos llegaban desde el país asiático, cuando la epidemia parecía tan lejana y ajena a nosotros, ciertamente horrorizados por las draconianas medidas impuestas por un estado continuamente en entredicho por sus constantes violaciones a los derechos humanos. Un estado que no había tenido ningún reparo, para que nos demos cuenta de la catadura moral manejada, en acusar de difamación a los primeros médicos que advirtieron de un repunte del SARS (el coronavirus que entre 2002 y 2003 dejó más de 700 muertes en el Asia Oriental) sin saber que en realidad se trataba de un nuevo virus todavía más dañino y contagioso. El propio Li Wenliang, oftalmólogo del Hospital Central de Wuhan y primera persona en advertir del peligro, fallecería a causa de la propia enfermedad convirtiéndose en otro icono más de la lucha por la libertad de expresión e información en el opaco y totalitario país asiático.


Pero tras la ignominia inicial las posteriores medidas del gobierno chino fueron ejemplares, aunque algunas resultasen impopulares. Construyeron para asombro del mundo un hospital en diez días, cerraron y confinaron Wuhan, y sellaron los bloques en los que vivieran infectados, a los que se les dejaba diariamente comida en la puerta de sus casas como antiguamente se hacía con los leprosos a quienes se les negaba el contacto con el resto de congéneres. No faltaron los controles periódicos a toda su población. Nada podía quedar sujeto al azar, o mejor dicho, a la libertad individual y responsabilidad de unos individuos quienes por otro lado están acostumbrados al sometimiento ante un régimen que lleva más de 70 años imponiéndose.


La crisis del coronavirus plantea por tanto un debate necesario sobre la idoneidad del totalitarismo frente a las crisis o la capacidad de las democracias y los estados libres para resolver estos problemas con igual eficacia. ¿Seremos capaces los libres ciudadanos europeos de superar esta emergencia simplemente apelando a nuestro sentido de la responsabilidad? En ese sentido quien a día de hoy siga sin ser capaz de comprender la magnitud de lo que enfrentamos y no adopte las básicas medidas de higiene, no ya para evitar el contagio, si no para propagarlo por si mismo como seguro está sucediendo con muchos ciudadanos asintomáticos que ignoran estar infectados, no merece otro calificativo que el de irresponsable y mal ciudadano. La duda sobre nuestro sentido de la responsabilidad es fundamentada. Seguro que les viene a la memoria un líder político de infausto recuerdo que se jactaba y hacia chanzas sobre coger el volante con unos vasos de vino encima. Aquella boutade fue bien recibida desde ciertos sectores como ejemplo del liberalismo peor entendido. Ese que no tiene en cuenta aquello que decía John Donne de que ningún hombre es una isla y que todas nuestras acciones pueden tener repercusión en los demás, por mucho que apelemos a esa libertad individual, a esa parcela que todos deseamos. Ahora que se avienen días de confinamiento (forzoso o voluntario, ahí está el debate y ojala seamos conscientes para que no haya que recurrir a lo primero) en aras del bien general y la salud pública, bien podríamos hacer en limpiar el polvo de las estanterías y recuperar el saludable hábito de la lectura buscando la necesaria brújula humanista en autores como Donne. Entonces nos daremos cuenta de que el continente humano que formamos no merece ser infectado por nuestras irresponsabilidades. Que ningún estado comunista o totalitario tenga que venir a recordárnoslo.





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