Seguro que todos hemos vivido una
anécdota como la de aquella pachanga de 6º de E.G.B. Jugábamos en
los campos del Polígono de las Huertas, los conocidos como “las
escombreras”. La tarde había comenzado con un sol reluciente que
poco a poco se fue ocultando tras unas amenazadoras nubes. A los diez
minutos de partido el color gris presidía el cielo, y no podíamos
evitar mirar hacia arriba con recelo. En cuanto comenzó a llover los
más precavidos, por no decir timoratos, corrieron a protegerse bajo
las cornisas de los vestuarios. Pero en el medio del campo uno de los
nuestros permanecía impasible diciendo: “son cuatro gotas”.
En pocos minutos la tormenta era ya una
realidad y nos vimos atrapados bajo una fenomenal tromba de agua. A
duras penas pudimos llegar hasta donde nuestros compañeros más
precavidos por no decir timoratos se resguardaban desde unos
anteriores instantes. Una vez todos juntos volvimos nuestra mirada al
campo de juego y ahí seguía nuestro amigo, erguido y desafiante
asegurando “son cuatro gotas”.
El terreno de juego que pisábamos
minutos antes se había convertido en un impresionante lodazal que
muy a su pesar nuestro disidente compañero de fatigas abandonaba,
eso sí, con un envidiable paso firme y marcial, como si la lluvia no
hiciera mella sobre su púber cuerpo de colegial. Mientras caminaba
hacia nosotros todavía pudimos escuchar entre su rechinar de dientes
como maldecía: ¡pero si son cuatro gotas, joder!”
Fue una de las mayores tormentas de la
historia de nuestra ciudad y faltó muy poco para que el pantano no
llegara a desbordarse. Nuestro compañero, el valiente negacionista
de la lluvia, estuvo dos semanas sin ir a clase por culpa de la
tremenda pulmonía que se pilló aquella tarde bajo el agua.
Aquel muchacho que ante la tormenta se
empeñaba en afirmar que eran “cuatro gotas” es el mismo que a
día de hoy sigue proclamando que la pandemia de covid-19 no es más
que una “gripe fuerte”.
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