Jacinto despertó aquella mañana más
sobresaltado de lo habitual. Llevaba meses planeando aquel encuentro
desde el último 19 de Noviembre en el que en la marcha por el Día
Internacional del Hombre su amigo Jaime le había insinuado aquella
posibilidad. Al día siguiente, en el homenaje al Caudillo, entre
viejos camaradas y patriotas, la insinuación del día anterior cobró
otro cariz cuando Jaime le dio dirección y teléfono de lo que
Jacinto, uno más entre tantos hombres, buscaba.
Echó mano de su agenda y fijó la
cita. La llamada a aquel centro le había dejado satisfecho y
disipada cualquier duda había marcado en el calendario el 8 de Marzo
como el día señalado. Fueron tres largos meses de espera,
aburridos, anodinos, transcurridos entre partidas de brisca y charlas
en el trabajo sobre la dictadura progre que les oprimía. Nunca hubo
hombres más oprimidos que Jacinto y sus compañeros y así dejaban
constancia de ello desde que se levantaban hasta que se acostaban.
Bien fuera de camino al trabajo, en el ascensor, y por supuesto en
las redes sociales. Jamás se vio mayor opresión en el ser humano
que la del hombre blanco católico heterosexual del siglo XXI. Las
victimas de las dos grandes guerras mundiales, los judíos
aniquilados por el nazismo, los disidentes comunistas del stalinismo,
los kurdos masacrados por Iraq, los musulmanes exterminados en
Birmania, y hasta los tutsis en Ruanda... ninguna de esas matanzas
podía ser comparada a la que vivía cualquier congénere de Jacinto
en España en el siglo XXI por el simple hecho de haber nacido
hombre.
A duras penas consiguió sobrevivir el
bueno de Jacinto el infierno de aquellos meses de opresión y
represión desde que se levantaba hasta que volvía al consuelo de la
almohada. Sólo Dios sabe lo que tuvo que padecer aquellos meses de
represión en los que su único consuelo era saber que tenía
apalabrada la cita del 8 de Marzo en el centro Cabree A Grudo.
Y llegó el día.
Jacinto, como hemos dicho, despertó
aquella mañana más sobresaltado de lo habitual. No era para menos
después de tantos meses bajo la asfixiante dictadura progre.
Desayunó un sol y sombra mientras leía en el periódico que las
últimas encuestas vaticinaban una mayoría absoluta de VOX y
Santiago Abascal como presidente del gobierno. No obstante él sabía
que todo aquello era una patraña, que vivía bajo una dictadura
progre, y que ese tipo de propuestas políticas estarían
irremisiblemente prohibidas, pese a que ya ocupaban la mitad del arco
parlamentario y todos sus representantes vivían a cuerpo de rey
(nunca mejor dicho porque la monarquía, como la unidad de España,
era algo absolutamente innegociable para estas pobres víctimas de la
dictadura progre)
Jacinto se perfumó debidamente y se
vistió con sus mejores galas. No podía ocultar su nerviosismo, pero
al fin y al cabo llevaba meses viviendo para aquel día. Alcanzó el
centro Cabree A Grudo a las diez de la mañana y traspasó la puerta
giratoria para envolverse de aquel aura. Algo le decía que estaba en
el lugar correcto. Como si se hubiera detenido el tiempo. Se acercó
al mostrador donde una recatada señorita embutida en un vestido rojo
y aplastada bajo un gigantesco moño se limaba las uñas.
-Buenos días- disparó la muchacha.
-Buenos días-respondió Jacinto-
Jacinto Rodríguez Hermosilla. Tengo cita para las diez y media de la
mañana.
-Caray Jacinto, que madrugador es
usted- respondió la mujer mientras pasaba las páginas de una
agenda- ...a ver... Jacinto Rodríguez, sí, a las diez y media, aquí
está. Primero debe responder este formulario con una serie de
cuestiones básicas- y le alargó un papel.
Jacinto recogió el formulario y se
retiró a una mesa, sacó su estilográfica del bolsillo y con pulso
firme se decidió a responder lo que se le planteaba. Básicamente
eran preguntas sobre sus relaciones con las mujeres, cuanto tiempo
hacía que no hablaba con alguna, y si había sido capaz de plantear
una conversación con el otro sexo más allá del tiempo
meteorológico.
Una vez completado se lo devolvió a la
mujer del moño, la cual echó un vistazo satisfactorio, archivó el
papel y simplemente dijo:
-Acompáñeme.
Jacinto siguió a su anfitriona por un
largo pasillo desembocando en una especie de sala de espera con
sillones en forma ovalada enfrentados a una serie de puertas
presididas por varios nombres propios que le eran familiares a
nuestro protagonista.
-Jacinto- resolvió la muchacha- tiene
usted que elegir a cual sala quiere acceder, dependiendo de lo que
busca. Tenemos distintos accesos, desde el caballeroso rancio a lo
Julio Iglesias hasta el macho abrupto tipo Sánchez Dragó,
personalmente le recomiendo la sala Plácido Domingo, muy demandada
últimamente, donde puede hacer cargo de su situación de poder por
ser hombre sin ningún recato ni miramiento por parte de la sociedad.
Recuerde que está en el centro Cabree A Grudo y todo lo que sucede en
estas cuatro paredes nace y muere aquí, como siempre debió suceder
entre hombres y mujeres. Usted ya me entiende Jacinto.
-Y tanto que la entiendo. Pero mire
señorita, creo que me voy a decantar por la sala Arturo Fernández.
-Por supuesto Jacinto, y permítame
decirle que ha tenido usted una elección acertadísima.
La muchacha del vestido rojo y moño
estratosférico abrió la puerta de la sala demandada por Jacinto y
se retiró. Nuestro hombre tragó saliva, posteriormente la escupió
sobre la palma de su mano, y se repeinó su grasiento pelo hacia
atrás. Caminó con la incertidumbre de quien camina hacía un altar,
presa de ese miedo católico que le habían enseñado desde niño.
Pasado el pasillo de la estancia adivinó un majestuoso par de
piernas cruzadas presididas por unos zapatos de tacón negro y alto.
La escena la completaba un escultural cuerpo de mujer dentro de un
vestido tan negro como los zapatos. Rubia y de ojos azules, miró y
habló a Jacinto como si le llevara esperando toda su vida:
-Hola.
-Ho... hola- acertó a decir Jacinto.
-Siéntese aquí, a mi lado. Jacinto,
¿verdad?
-Sí, ¿cómo sabe mi nombre?
-¿Acaso no debería saberlo?, ¿cuándo
su presencia aquí supone mi sustento?, ¿qué clase de mujer sería
si no fuera capaz de saber siquiera el nombre del hombre que viene a
buscarme?, yo me llamo Susana, por cierto.
-Encantado Susana.
Jacinto se sentó tímida y torpemente
al lado de aquella magnífica mujer, azorado, intentaba mirar hacia
otro lado pero Susana, haciendo gala de una estupenda
profesionalidad, no estaba dispuesta a salirse de su guión.
-Y bien Jacinto, ¿qué es lo qué
busca por aquí?
La vergüenza,el miedo y el temor le
carcomían, pero a la vez sabía que aquellos meses de opresión
feminista y dictadura progre habían sido demasiado y necesitaba
desahogarse.
-Pues yo busco, señorita Susana,
simplemente poder hablarle a una mujer como le hablábamos antaño.
Mirarla como la mirábamos antaño. Olerla como la olíamos antaño.
Desearla como la deseábamos antaño. Usted ya me entiende, ¿verdad?,
tomarme la libertad de hablarle de la magnífica longitud de sus
piernas, del vértigo de su escote, del fulgor de su rubio pelo, o de
como esos ojos azules que parecen zafiros hipnotizan hasta al más
experto tahúr. Poder deslizar mi mano por su muslo, tontear con el
equivoco, hacerme el encontradizo... al fin y al cabo seducirla, al
fin y al cabo digamos saber que yo soy hombre y usted mujer, y ya
sabe lo que eso significa, significa ese piropo ardiente, ese halago
encendido, esa mano como le dije despistada por su muslo, porque yo
soy hombre y usted mujer y por eso yo, yo...- Jacinto comenzó a
respirar agitádamente mientras era consciente de que por primera vez
en su vida estaba tocando la pierna de una mujer, ¡y qué mujer!,
pensaba para si mismo... se sentía tan azorado que no podía
continuar hablando...
-¡Yo le entiendo Jacinto!- respondió
Susana con una patética impostura- ¡claro que le entiendo!, no sabe
como las mujeres echamos de menos esto, sentirnos mujeres de verdad,
deseadas y seducidas por hombres tan auténticos, tan genuinos, tan
hombres como usted.
Al escuchar aquello Jacinto, que por
alguna extraña cuestión de la física era incapaz de soltar su mano
de la pierna de Susana, como el herido por arma blanca que tiene el
cuchillo clavado en su costado y no puede arrancarlo porque sabe que
es peor el desangre que tener el arma incrustada bajo su piel, sintió
un estremecimiento en su entrepierna. Un calambre, un chasquido.
Suficiente para sentir su calzoncillo húmedo y manchado. Se levantó
más azorado todavía de lo que estaba al llegar y dijo:
-Muchas gracias señorita, debo
retirarme.
A la salida volvió a tropezarse con la
azafata del vestido rojo y moño mastodóntico quien no pudo evitar
preguntar a Jacinto por lo satisfactorio o no de una experiencia que
le suponía el pago de 120 euros.
Jacinto, con toda lógica aún manchado
y húmedo en su entrepierna, se esforzó para esbozar una muy sincera
sonrisa y responder:
-Ha sido el mejor día de mi vida.
Traspasó la puerta del centro y tanteó su bolsilló para marcar el número de su amigo
Jaime. Lo mejor estaba por llegar. No podía esperar a contarle su
experiencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario