Si el ser humano es de por si una
paradoja, la pandemia no hace si no acrecentar esta cualidad cuando
nos vemos obligados al aislamiento para así demostrar nuestra fuerza
en conjunto. Manifestamos el poder grupal en la soledad de nuestros
habitáculos. No es la única paradoja cuando vemos hasta a los más
acérrimos defensores del anarcoliberalismo ahora entonar los ojos
llorosos a ese “papá estado” del que tantas chanzas otrora
hacían, sabedores de que el habitual “sálvese quien pueda” es
un papel tan mojado como esa charlataneria de superficial
mercadotecnia que habla del valor del emprendedor y de como tanto los
millonarios como los pobres han llegado a tal rol por propio
merecimiento. Muy interesante a ese respecto la reflexión de Jesús
G. Maestro sobre las diferencias a la hora de luchar contra el
covid-19 por parte de los países de tradición católica (España o
Italia) frente a los de herencia protestante (Estados Unidos o Gran
Bretaña), y el sentido social de los primeros en contra del
desamparo de los segundos, defensores de una especie de “ley del
más fuerte”, aunque ya decimos que paradójicamente estos últimos
han reculado en sus propuestas y hasta el propio Donald Trump de
manera inaudita (pero responsable) ha admitido cuan equivocado
estaba.
En esta paradoja en la que para
demostrar que ningún hombre es una isla nos hemos convertido todos
en robinsones, en naúfragos confinados a las ínsulas de nuestras
casas, me ha llamado la atención observar como ciértamente el papel
higiénico se ha convertido en preciado objeto del deseo pero las
baldas de higiene personal, al menos masculina, apenas han notado el
impacto del coronavirus. Me refiero a productos tan indispensables
como champús, geles, espumas de afeitar y sobre todo desodorantes.
Comprendo la importancia de tener el culo limpio (aunque se tenga la
boca sucia) y sé de lo incómodo que puede resultar llevar un pastel
debajo de tu espalda, pero considero igualmente molesto, por mucho
que uno esté confinado en casa, el pasar días sin una buena ducha,
lavado, perfumado, peinado, afeitado... confirma esto la tragedia de
que para mis congéneres la “comodidad” hogareña consiste en el
desarreglo, el desaliño y el desafecto con la estética. Y un mundo
sin estética es incluso peor que un mundo con coronavirus.
Temo por tanto el día en que las
autoridades anuncien que esto haya acabado y que podamos tomar de
nuevo las calles, los bares, las salas de cine o las librerías.
Siento escalofríos pensando el paisaje humano que pueda encontrarme,
la plaga de sucias cabelleras y barbas cuales parques de atracciones
para piojos. Y si la imagen se me antoja dantesca peor todavía es
imaginar el fétido aroma que posiblemente acompañe tales
especímenes.
Eso sí, todos con el culo bien limpio.
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