El canal público Teledeporte se ha
convertido en estos días del confinamiento en un poderoso aliado
para todos los amantes del deporte. Con prácticamente todas las
competiciones aplazadas a lo largo del globo, la cadena pública
española resurge gracias a lo único en lo que es todavía superior
a las privadas: el archivo.
En una sociedad de libre mercado y de
ley de oferta y demanda es comprensible que la televisión de todos
se haya quedado atrás y no compita con el resto de grandes cadenas
por los derechos de los grandes acontecimientos deportivos. Me parece
bien. Que se gasten nuestro dinero en otras cosas. Peor me parece,
hasta el punto incluso de indignarme, que siga la fiebre de “Cachitos
de hierro y cromo” como una de las grandes bazas de RTVE tirando de
su potentísimo archivo y sin apostar apenas por jóvenes bandas
actuales más allá de los Conciertos de Radio 3, a horas
intempestivas y con nocturnidad y alevosía. Sinceramente, ¿cuánto
puede costar volver a hacer un programa del estilo de Plastic?, poner
a un par de fulanos haciendo el gamberro y presentando a unos jóvenes
punks que acaben de sacar un EP con Family Spree Recordings. Si hace
falta yo me ofrezco a ser uno de esos fulanos, y gratis además.
Pero bueno, estábamos con el deporte.
Entre clásicas reposiciones de etapas del Tour de Francia a la mayor
gloria de Perico e Indurain, partidos míticos del denostado
balonmano o históricos encuentros de fútbol, a mí los ojos se me
van a los partidos de baloncesto. Y en este revivalismo histórico
constato de nuevo la realidad de la travesía en el desierto que
sufrió mi deporte favorito especialmente durante la década de los
90 y parte de este siglo XXI. Nunca he compartido la nostalgia que
padecen los aficionados que muy posiblemente no sigan el baloncesto
actual, deporte que vive uno de los mejores momentos de su historia.
Si comprendo el recuerdo a la mayor parte de la década de los 80 por
parte de mi generación, los jugadores con los que crecimos y que
practicaban un baloncesto de ritmo naturalmente alto en el que lo que
se buscaba era profanar el aro rival cuanto antes. Con el paso de los
años las pizarras de los entrenadores fueron frenando la velocidad
de los jugadores, especialmente los exteriores, obligados a botar el
balón mientras el reloj de posesión consumía los segundos y las
defensas rivales cada vez estaban más formadas. Si en aquel
baloncesto triunfaban las defensas no es porque se defendiera más y
mejor, si no simplemente porque alargar los ataques, lejos de
asegurar mayor éxito ante el aro rival, permitía a los equipos
armarse mejor atrás y dejar menos espacios a los atacantes. Un
desastre que echó a los espectadores de los pabellones.
Y así, con diferencia, los peores
partidos de estos días han sido los de la década de los 90,
mientras que encuentros como la semifinal del Eurobasket 83 entre
España y la extinta URSS o la final de Copa ACB de 2008 entre
Joventut Badalona y Saski Baskonia nos recordaron ese baloncesto en
el que los principales protagonistas eran los jugadores y no los
entrenadores y sus tácticas. Y en ese juego de vértigo y regocijo
ha sido un placer ver la evolución del base español, desde Corbalán
anunciando su precoz alopecia con los cuatro pelos de su melena
agitándose en los contraataques embutido en sus muy cortos
pantalones ajustados, al Ricky Rubio adolescente del Joventut con
flequillo beatle y pantalones casi hasta los tobillos. Dos genios,
dos estilos, dos estéticas, pero un baloncesto similar en cuanto a
ritmo y filosofía. En eso hemos ganado respecto a los 90.
No hay comentarios:
Publicar un comentario