miércoles, 25 de marzo de 2020

DIARIO DEL CORONAVIRUS (XIV): LA PEOR DESPEDIDA










Dentro de toda esta pesadilla que vive nuestro país como uno de los principales focos del covid-19 (recordemos que hoy hemos adelantado a China y sólo Italia registra más fallecidos que España en el siniestro ranking de decesos), creo que nada hay peor que el hecho de no poder despedirte de tus seres queridos, no darles el último adiós y ni siquiera sentir el abrazo de un familiar o amigo que te acompañe en el trance.




Recuerdo cuando falleció mi padre, en septiembre de 2012. No tengo problema en reconocerlo porque al fin y al cabo cuando uno escribe un diario se trata de eso, de desnudarse emocionalmente ajeno a las miradas extrañas. La noticia me la dio mi hermana mientras todavía leía en un parque, o quizás simplemente paseaba por el, aprovechando mi hora libre del trabajo. Volví a la oficina en estado de shock, como un zombi. Descolgué el teléfono de mi puesto y marqué el número de la casa paterna, en Ponferrada, a 400 kilómetros de donde me encontraba. Al escuchar la voz entrecortada de mi madre fue cuando cortociruité y me dio uno de esos violentos sincopes que he sufrido de vez en cuando a lo largo de mi vida. Mi padre ya llevaba unos años en una situación tan delicada que la noticia de su fallecimiento no debería pillarme por sorpresa, era consciente de que cualquier día podría suceder, pero aun así la bofetada repentina dejaba al descubierto la realidad de mi soledad en un momento así. No estaba allí para siquiera abrazar a mi madre y llorar junto a ella. Fueron unas horas interminables las que sucedieron hasta que pude estar junto a mi familia.




Es natural pensar que siempre duele más la muerte de una persona joven, a la que la vida todavía en buena lógica le debe deparar mucha aventura, pero cuanto más mayor es quien se va también parece lógico que deje a su perdida mayor orfandad en la figura de hijos, nietos, sobrinos, etc... piezas del puzzle de su vida que buscan reunirse en esos momentos de dolor. Porque el dolor de verdad es para los que se quedan aquí. Parece también justo que quienes llegan a una cierta edad y han sobrevivido a tantos envites de la vida se hayan ganado el derecho a ese sobrio “ars moriendi”, de irse en paz y rodeados de los suyos.




Nada de eso sucede estos días. Hasta la maldita pandemia nos ha robado eso en estos días en los que miramos a nuestros mayores con el especial celo que merecen quienes tanto nos han dado y tanto han perdido y viven ahora más que nunca presos de la indefensión.




Rezo para que esta reflexión que me atormenta estos días no deba vivirla en primera persona, pero si de algo sirve, vaya todo mi ánimo para quienes estos días no han podido darle a los suyos la despedida merecida. Como dice mi buen amigo Arcadio, la verdadera muerte es el olvido, o sea que entre todos vamos a tener la obligación de recordar a tantos que se quedan en el camino. Siempre por ellos.







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