sábado, 12 de mayo de 2018

CONVIVIR ENTRE LAS BESTIAS



"Compulsory Education" (Charles Burton Barber, 1890)




A menudo me congratulo de vivir al margen de lo que llaman actualidad. Haber escogido para mi vida un cocktail salvaje en el que lo mismo pueden convivir canastas de un baloncesto supersónico junto a celuloide rabioso, o melodías anfetamínicas al lado de versos de malditismo. “Fuera del mundo”, como tituló Luis Antonio de Villena a una de sus más hermosas novelas. Al margen de las atrocidades de mis congéneres, a sabiendas de que entre ellos puedo encontrar tanto a un artista capaz de escribir canciones con una asombrosa capacidad para sobrecogerme como es Adolfo Díaz, de Airbag, junto a trogloditas mononeuronales como Luciano Méndez Naya. Es un ejemplo de lo mejor y lo peor del ser humano que se me ha venido a la cabeza porque ambos comparten actividad profesional, posiblemente la actividad profesional más importante para el futuro de nuestra especie: la docencia.


Me empuja a escribir este texto mi propia sorpresa. Tras varias semanas en las que pensaba que no se podría llegar más lejos en cuanto a ignominia y estupidez en el triste caso de “la manada” la impúdica exhibición del profesor universitario de Santiago de Compostela aludiendo a la condición de víctimas de los abusadores sexuales (según la justicia) o violadores (según la gran parte de la sociedad) y de culpable de la mujer vejada, tirando de un machismo rancio y barato lleno de tópicos resumidos en “bien sabía lo que hacía” que sin duda haría felices a esos jueces que siguen pensando que la culpa es de ellas, por ponerse minifalda. Haciendo una simple búsqueda en Google sobre el sujeto comprobamos que su (por llamarlo de algún modo) razonamiento no es casual, y ya cuenta en su historial con antecedentes de grosería, mala educación y falta de respeto a su alumnado femenino (y con ello también a la mayor parte del masculino, el que tiene dos dedos de frente y un mínimo de sensibilidad para saber que sus compañeras no tienen porque aguantar a semejante espécimen detrás de una mesa soltando barbaridades) Duele ver una tierra como Santiago y Galicia con este olor a naftalina, como si no hubiera avanzado desde los tiempos que narra “Fariña”, con sus políticos corruptos, nepotismo en las instituciones, alcaldes con la foto de Franco en sus despachos, y machismo de aliento a orujo.


Luciano Méndez lo ha conseguido. Ya tiene sus minutos de fama y gloria. Ya puede empaparse de victimismo ante el linchamiento mediático que van a provocar sus comentarios. Precisamente eso es por lo que sigo pensando en volver a refugiarme en mi particular trinchera. Un sujeto así no se merece si quiera la repulsa. Cuando pienso en personajes como Salvador Sostres tengo claro que es un individuo altamente abofeteable, pero lo peor que puede suceder es que alguien le abofetee. Este tipo de individuos, provocadores baratos amplificados por el estercolero de las redes sociales, buscan cargarse de razones y alimentar su propio victimismo. Son los adalides de la incorrección política. Los que se atreven a llamar al pan pan y al vino vino. Cuantas veces habremos escuchado a sujetos de este pelaje hablar de censura y de que no pueden decir lo que piensan. Es falso. Afortunadamente en este país hay una dosis importante de libertad de expresión (no total, como hemos visto recientemente con casos como los de los raperos Valtonyc o Pablo Hasel), la suficiente como para que elementos perdidos en algún momento de la cadena evolutiva se pongan del lado de los abusadores/violadores y vejen con sus comentarios a la abusada/violada. Llenar su muro de Facebook de insultos y amenazas les retroalimenta: “¡miren, miren como me linchan las masas por haber expresado mi opinión!” Nada, sin embargo, les haría más daño que ver como su basura verbal pasa desapercibida, como sus palabras no provocan ninguna reacción.


El día que estos señores anclados en el Medievo vean que sus soflamas caen en la más absoluta indiferencia, el día que no reciban ni un solo insulto en su Twitter o en su Facebook, entonces, por un acto natural de evolución, desaparecerán, o se adaptarán al nuevo ecosistema.


Será el día en el que habremos aprendido a convivir entre las bestias. Lejos de golpearlas, hay que acariciarlas el lomo y darles un terrón de azúcar.

domingo, 6 de mayo de 2018

UMBRAL MUERTO EN ROSA







A nadie se le escapa a estas alturas de mi muerte que sólo vivo para rendir cuentas a Dionisos. Homenaje constante de garganta y entrepierna. Episodios de locura esporádica, epilepsia verbal y catarsis. Son esos momentos de lucidez luciferina en los que se hace necesario reivindicar que el conocimiento, la gnosis, no es acumular datos inservibles en tu cerebro como si fuera un armario ropero (recuerden una vez más la teoría de Sherlock Holmes en “Estudio en escarlata” cuando confiesa a Watson que no sabía que la Tierra giraba alrededor del Sol porque lo consideraba un dato totalmente inútil para su trabajo, ergo, su vida), si no abrir puertas en tu mente que no creías que existiesen o mejor, no desearías que existiesen.


El origen primigenio del sexo, la violencia, la catarsis, el dolor, la muerte, el caos y Dionisos.


Son esos pequeños momentos de lucidez, de explosión, de puertas abiertas al conocimiento en los que me apetece escribir porque es mi manera de homenajear a Dionisos, a la Tierra, la Luna y la locura y la muerte marchita de todos los poetas malditos que me antecedieron y llenaron el suelo de semillas de maldad...


...a nadie se le escapa que en estas locuras recurrentes hay obsesiones que se repiten, mantras malignos de psiconaútica, magos, nigromantes, guionistas de comics de superheroes... asideros de consuelo existencial, páginas de maledicencia, brotes de vileza, líneas de descalabro mental, renglones torcidos de Lucifer...


A veces en una sola página te hundes como caminando sobre arenas movedizas. El poder de las palabras, la diálisis de la locura y el esperpento.


Sucedió en una de esas tardes de Primavera volcada en granito, hormigón de oficina, y el desacato de bocadillo en un parque de Avenida de América. Eran los tiempos felices de Clara de Rey, mezclando la renta variable y el euribor con los bares del barrio de Prosperidad y una eterna adolescencia de administrativo domesticado, tiempo después de abandonar los escenarios y desear arrojarme desde la ventana de mi oficina tras hablar cualquier tarde con mi madre preguntándome que hacía ahí metido, en qué momento traicioné mis instintos y mis vísceras y le di la razón a Mestre cuando escribió que la Poesía ha caído en desgracia.


Sólo me salvaba, claro, la lectura compulsiva, como debe ser cualquier actividad. Cualquier actividad que no sea compulsiva no merece la pena. Bebemos compulsívamente, comemos compulsívamente, follamos compulsívamente, compramos discos compulsívamente. Son cosas sin las que no podemos vivir porque nos rescatan del pozo querubínico y efébico de Apolo. Nos devuelven a Dionisos.


Yo llegué a “Mortal y Rosa” una de esas primaveras de suicidio aritmético, de esquizofrenia calculada. De vivir al filo de la cordura, la peor pesadilla imaginable. Sólo me salvaba la lectura y el bocadillo de anfetamina. Y Umbral me golpeó con esos momentos concretos, esos puñetazos de realidad que ninguno desea. Yo me sumergí en aquellas páginas tan inocente y virginal como siempre lo he hecho. No sé nadar. Esto no es una metáfora. No sé nadar. Mi vida es un ahogo constante. Necesito branquias y vino. Había una página, una simple página que era una tormenta, en la que Umbral, muerto, roto y hundido, veía pasar a un señor leyendo el periódico. Ese señor que lee el periódico por las mañanas y se compra unos churros. Umbral quería ser ese señor. Yo quería ser Umbral y quería ser ese señor. Umbral quería ser ese señor y mitigar su dolor (escribe “Mortal y Rosa”, imagino que ya lo saben, cuando ve morir a su pequeño hijo de leucemia), quería ver pasar la vida. Quería ser ese señor que vive domesticado cabalgando su particular mascota de la monotonía. El confort de la rutina. La vida sin sorpresas. Eterno Kant paseando por la plaza de Konisberg cada día a la misma hora.

Era ya Umbral un macho hispánico de las letras, de gafas de culo de botella y pelo en pecho que se dejaba fotografiar desnudo en la bañera con su Olivetti. Pero se le murió un hijo y sólo quería ser un señor que viera la vida pasar, comprando el periódico y unos churros.

Y luego vinieron “Las Ninfas”, “Los Helechos...”, y el sol volvió a salir para imponer su dictadura. Ya no se respeta ni el dolor. Todo es una exaltación. Así sea.


Voy a abrir otra botella.


Pero nunca olvidaré esa página en la que Umbral quería ser ese señor que pasaba con el periódico bajo el brazo, y yo quise ser Umbral, y a la vez ese señor que pasaba con el periódico bajo el brazo...


Así nos convertimos todos en un mismo coro de mierda y democracia.