A nadie se le escapa a estas alturas de
mi muerte que sólo vivo para rendir cuentas a Dionisos. Homenaje
constante de garganta y entrepierna. Episodios de locura esporádica,
epilepsia verbal y catarsis. Son esos momentos de lucidez luciferina
en los que se hace necesario reivindicar que el conocimiento, la
gnosis, no es acumular datos inservibles en tu cerebro como si fuera
un armario ropero (recuerden una vez más la teoría de Sherlock
Holmes en “Estudio en escarlata” cuando confiesa a Watson que no
sabía que la Tierra giraba alrededor del Sol porque lo consideraba
un dato totalmente inútil para su trabajo, ergo, su vida), si no
abrir puertas en tu mente que no creías que existiesen o mejor, no
desearías que existiesen.
El origen primigenio del sexo, la
violencia, la catarsis, el dolor, la muerte, el caos y Dionisos.
Son esos pequeños momentos de lucidez,
de explosión, de puertas abiertas al conocimiento en los que me
apetece escribir porque es mi manera de homenajear a Dionisos, a la
Tierra, la Luna y la locura y la muerte marchita de todos los poetas
malditos que me antecedieron y llenaron el suelo de semillas de
maldad...
...a nadie se le escapa que en estas
locuras recurrentes hay obsesiones que se repiten, mantras malignos
de psiconaútica, magos, nigromantes, guionistas de comics de
superheroes... asideros de consuelo existencial, páginas de
maledicencia, brotes de vileza, líneas de descalabro mental,
renglones torcidos de Lucifer...
A veces en una sola página te hundes
como caminando sobre arenas movedizas. El poder de las palabras, la
diálisis de la locura y el esperpento.
Sucedió en una de esas tardes de
Primavera volcada en granito, hormigón de oficina, y el desacato de
bocadillo en un parque de Avenida de América. Eran los tiempos
felices de Clara de Rey, mezclando la renta variable y el euribor con
los bares del barrio de Prosperidad y una eterna adolescencia de
administrativo domesticado, tiempo después de abandonar los
escenarios y desear arrojarme desde la ventana de mi oficina tras
hablar cualquier tarde con mi madre preguntándome que hacía ahí
metido, en qué momento traicioné mis instintos y mis vísceras y le
di la razón a Mestre cuando escribió que la Poesía ha caído en
desgracia.
Sólo me salvaba, claro, la lectura
compulsiva, como debe ser cualquier actividad. Cualquier actividad
que no sea compulsiva no merece la pena. Bebemos compulsívamente,
comemos compulsívamente, follamos compulsívamente, compramos discos
compulsívamente. Son cosas sin las que no podemos vivir porque nos
rescatan del pozo querubínico y efébico de Apolo. Nos devuelven a
Dionisos.
Yo llegué a “Mortal y Rosa” una de
esas primaveras de suicidio aritmético, de esquizofrenia calculada.
De vivir al filo de la cordura, la peor pesadilla imaginable. Sólo
me salvaba la lectura y el bocadillo de anfetamina. Y Umbral me
golpeó con esos momentos concretos, esos puñetazos de realidad que
ninguno desea. Yo me sumergí en aquellas páginas tan inocente y
virginal como siempre lo he hecho. No sé nadar. Esto no es una
metáfora. No sé nadar. Mi vida es un ahogo constante. Necesito
branquias y vino. Había una página, una simple página que era una
tormenta, en la que Umbral, muerto, roto y hundido, veía pasar a un
señor leyendo el periódico. Ese señor que lee el periódico por
las mañanas y se compra unos churros. Umbral quería ser ese señor.
Yo quería ser Umbral y quería ser ese señor. Umbral quería ser
ese señor y mitigar su dolor (escribe “Mortal y Rosa”, imagino
que ya lo saben, cuando ve morir a su pequeño hijo de leucemia),
quería ver pasar la vida. Quería ser ese señor que vive
domesticado cabalgando su particular mascota de la monotonía. El
confort de la rutina. La vida sin sorpresas. Eterno Kant paseando por
la plaza de Konisberg cada día a la misma hora.
Era ya Umbral un macho hispánico de
las letras, de gafas de culo de botella y pelo en pecho que se dejaba
fotografiar desnudo en la bañera con su Olivetti. Pero se le murió
un hijo y sólo quería ser un señor que viera la vida pasar,
comprando el periódico y unos churros.
Y luego vinieron “Las Ninfas”, “Los
Helechos...”, y el sol volvió a salir para imponer su dictadura.
Ya no se respeta ni el dolor. Todo es una exaltación. Así sea.
Voy a abrir otra botella.
Pero nunca olvidaré esa página en la
que Umbral quería ser ese señor que pasaba con el periódico bajo
el brazo, y yo quise ser Umbral, y a la vez ese señor que pasaba con
el periódico bajo el brazo...
Así nos convertimos todos en un mismo
coro de mierda y democracia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario