jueves, 3 de octubre de 2013

EL VIEJO Y EL BAR


La vida es así. Te levantas un día y eres huérfano. De padre, en este caso, y sólo Dios sabe con cuanta fuerza deseo no serlo jamás de madre. 
De modo que un buen día te enfrentas con la cruda realidad de contemplar a ese señor que sembró tu vida tieso como la mojama y frío como el mármol embutido dentro de un maldito ataúd y con un rictus a lo Bela Lugosi en sus peores días. Lo cierto es que llevaba años viendo así a mi padre, gracias, o más bien, debido a la desgracia de unos últimos años de "no vida" con los que fue obsequiado. Ésta ha sido su lotería. Después de toda una existencia jugando a ella, como tantos españolitos de a pie buscando un golpe de suerte que cambie sus vidas, esta fue realmente la lotería que le tocó. 
En realidad poco conocí de mi padre en sus más vigorosos y joviales momentos. Vine al mundo cuando él ya gastaba 48 años y era ese hombre recto y de rostro circunspecto obsesionado con el trabajo y su negocio, un pequeño bar de esos de "echar la partida", plagado en su mayoría de malencarados clientes, rudos camioneros de educación pleistocénica, pero también, los menos casos, algunas personas realmente agradecidas con el buen trato recibido siempre en el local. Buenos hombres, buenas personas que realmente apreciaban a mi padre y a la familia. Ya digo que son los menos, pero justo es reconocerlo. El resto, simplemente alimañas ponzoñosas formando parte de un paisanaje infame, un estercolero de lo peor de la condición humana. Racistas, machistas, fascistas y homófobos y capaces de liarse a puñetazos por una mísera peseta escamoteada jugando a "la subasta". Pero es la vida que recuerdo de mi padre. Atado a ese pequeña taberna alcohólica y humeante donde se consumieron gran parte de los años de la vida de mi núcleo familiar. Mis padres, mis hermanas y yo. Y el gran hombre, el cabeza de familia, ahí esclavizado en esa trituradora de la vida que era su bar para sacar adelante una casa y unos hijos. Como si la obra de su vida fuera una sátira de aquella novela de Hemingway a la que sólo haría falta cambiarle una letra, "El viejo y el bar".  
Y es que en verdad que recuerdo a mi padre siempre viejo. Y débil, y enfermo, e infartado. Y verlo ya no siendo ni adolescente entubado en una Unidad de Cuidados Intensivos te espabila y te recuerda que la vida no es una feliz teleserie norteamericana con risueños boy scouts que se van a pescar truchas con sus padres, sus ídolos, sus héroes, mientras éstos descorchan las primeras cervezas para sus chavales y les descubren los secretos de la vida y las mujeres y hablan de cual va a ser el primer coche que les compren compadreando sin parar y dándose codazos de complicidad diciéndoles "a tu edad yo las tenía locas". No, mi padre no fue ni mi ídolo, ni mi héroe, ni mi colega, ni mi compadre, ni me llevó nunca a pescar, ni al fútbol, ni siquiera al cine, ni nunca me eché un trago con él. Mi padre era un señor que se deslomaba a trabajar y que consumía su vida rodeado de unos cuantos hijos de puta que la mayoría de las veces ni le daban las gracias. Borrachos, ludópatas, ladrones, maltratadores, y perdedores en general, que en la barra del Bar Liceo encontraban su desahogo y a veces incluso caridad en forma de algún billete que mi padre alargaba con la promesa (que no la esperanza) de ser devuelto. Y mi padre se deslomaba por toda aquella mierda y yo sin saber porque. Supongo que precisamente por esa rectitud y dignidad con la que se gobernaba por la vida y que se adivinaba con sólo escrutar su rostro serio e impenetrable. No he conocido a un tipo más serio en mi vida que mi padre. Y miren que yo me tengo por un tipo serio, pero no tiene nada que ver. Lo de este hombre era otra cosa.  
Recuerdo la primera "muerte" de mi padre, "la muerte del padre como héroe". Yo era un niño aprendiendo a afrontar una adolescencia incipiente llena ya de obsesiones (música pop, baloncesto, comics...) que jamás abandonaría, o me abandonarían, o nos abandonaríamos mutuamente. Había finalizado los inocentes estudios de Básica entre ostias y hostias en un colegio de curas, y estaba loco por dos bandas musicales. Siniestro Total, intramuros, y  fuera de nuestras fronteras The Housemartins. Realmente eran mi banda favorita. Nada me volvía más loco que escuchar a aquel cuarteto de alocados suedeheads de Hull que con un solo LP para mí habían escrito una auténtica biblia de la música pop. Yo tenía 13 años y los nervios, mis putos nervios, ya a flor de piel para electrificarme con aquellas descargas adrenalínicas de poco más de dos minutos. En definitiva la música que me iba a acompañar, y así ha sido, toda mi vida. Un año después aquellos marxistas británicos de pelo corto y polos Fred Perry publicaban su segundo LP, el contundente, impresionante, vigoroso y vital "The people who grinned themselves to death". Lo que en "London 0- Hull 4" no pasaba de ser un mero apunte, una leve caricia, una amable finta que quizás no llegase a hacer daño, en este segundo trabajo se convertía en un puñetazo de puta y pura vida golpeando sin piedad desde el primer momento en que tu temblorosa mano dejaba caer la aguja sobre el primer corte del disco. Era un viernes por la tarde cuando presa de los nervios corrí a la tienda más cercana a hacerme con una copia de aquel LP. Hablamos de 1987 y de una semana en la que mi padre, simplemente, se encontraba "mal". Era un sábado por la mañana, esos sábados por la mañana que siempre habían sido mis momentos favoritos de la semana, cuando Paul Heaton atronaba a mis vecinos desde aquellos surcos de la melancolía eléctrica mientras yo disfrutaba del baño pensando en las aventuras que me podría deparar aquel sábado, otro de aquellos sábados en los que éramos reyes. Y sonó el teléfono. Y alguien de mi familia con voz resquebrajada hilvanaba frases en las que podía reconocer palabras como "tu padre" e "infarto de miocardio"... y todo cambió para siempre. Algo así como el fin de la inocencia consumado. El cabeza de familia, el hombre de la casa, luchando por su vida en una fría UCI. Y a partir de ahí una jubilación anticipada que nunca cumplió, porque no sabía hacer otra cosa que trabajar, y por mucho que yo lo intentase ("papá, te pongo una película de John Wayne en el video, de las que te gustan") nada podía apartar al viejo de su bar. 
Catorce años después las cosas no iban mal. El viejo se cuidaba como un campeón. Comida sana, paseos diarios, metódicas revisiones de su cascado corazón que respondía al mimo recibido. La telenovela quebrada, con sus luces y sombras, seguía su curso. Y era otro viernes por la tarde cuando en mi habitación escuchaba el imprescindible "All that may do my rhyme" del querido majareta Roky Erickson. Y volvió a sonar el teléfono. Era mi madre y era otra de esas noticias que nunca olvidas. Un brutal atropello en plena vía, hijo, a tu padre se lo han llevado por delante. Y parece que está consciente, pero hablan de derrame cerebral. Y mi melomanía que revive y recuerdo al pobre Stiv Bators, atropellado en Paris y que se había ido a casa tan campante para morir aquella noche de la hostia recibida en el cerebro. Y mi madre y yo en un taxi a desde Ponferrada a León, donde lo habían llevado porque era cuestión de vida o muerte... y más noches, ahora muchas más, de fría UCI, de hospital, de mi madre y yo turnándonos con idas y venidas a Ponferrada porque no podíamos cerrar el negocio, porque teníamos que comer, porque nunca hemos sido ricos ni pudientes. Y el viejo despertó del coma, sí... para vivir un infierno de once años que definitivamente prefiero no recordar en estos momentos. 
Créanme que tardé muchos, muchos años, en atreverme a volver a poner sobre un plato tanto el disco de los Housemartins como el de Roky Erickson. Vinilos malditos y prendidos para siempre a un mal recuerdo. Tardé años en superar aquello.
De modo que llegado al mundo cuando el viejo ya calzaba casi cinco décadas de existencia no pude conocer nada del picha brava y juerguista que fuera mi padre antaño. Sólo rumores de que había sido el animador de muchas fiestas populares por esos pequeños pueblos perdidos de las montañas lucenses, luciendo su apostura y galantería y esos ojos azules (que ya es mala suerte que yo no heredara) que le hacían sin duda uno de los solteros más atractivos de la zona. Hasta que llegó mi madre, claro. Y luego historias de lucha conjunta entre una pareja, él ya maduro, ella veinteañera, que se lanzan a la vida en la España de la posguerra cogiendo un barco a "las américas", en ese constante tópico migratorio de nuestro pueblo. Y a trabajar como burros, y los hijos que van llegando, y una vida que al fin y al cabo se realiza en plenitud. Un hombre que tiene su propia casa, su propio negocio, su propia familia. Su hogar donde descansar y dormir junto a su mujer mientras los chicos juegan y se divierten. Finalmente una feliz teleserie norteamericana, sólo que muy a la España del Noroeste en plena Transición y con un hijo pequeño cardiópata, hipotenso y miope en vez  del Kirk Cameron de turno. Un hijo que en el momento de la despedida se da cuenta que apenas conoció a su padre, y es consciente de que su padre apenas conoció a su hijo.   


Creando familia.


Sonoras discusiones el día que le reproché como pudo haber sido cazador y atreverse a quitarle la vida a seres vivos, o cuando le pedí dinero para comprarme una guitarra eléctrica (una Hohner de caja de segunda mano), recordándole aquello que me había dicho de que cuando necesitase algo nunca me iba a faltar. O el día que me pidió que mientras él viviera no bebiera, de la borrachera con la que me presenté a casa. O las continuas broncas por meter a otros juerguistas que no tenían donde caerse muertos en mi casa de mi madrugada. O la noche que sin querer me cargué la reja corredera con la que cerrábamos el bar, sacándola del carril, a las doce de la mañana, sin posibilidad de llamar a nadie que la reparara. Me amenazó diciéndome que me iba a quedar allí toda la noche guardando la puerta "hasta que mease Dios". Que risas, sí, que risas. Que mala hostia tenía el hombre.
Y así es la vida, hay que decir nuevamente. Una vida como tantas y anónima como la que más. Pero es parte de la mía. A veces afirmamos con mucha frivolidad que se va parte de nuestras vidas cuando hay alguna perdida. Y para alguna gente de nuestro barrio se habrá ido parte de la suya con aquel viejo que pasaba las horas apostado en la barra de un ruidoso bar donde cabían todas las blasfemias... en mi caso también... claro que aquel viejo era mi padre. El único que he tenido.       

Y le quería.     


Al pie del cañón

6 comentarios:

  1. Ánimo y un abrazo. Ser un buen hijo, amar al padre debería ser una de los afanes de nuestras vidas. Gracias por recordármelo.
    malize.

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  2. Precioso homenaje Pepe. Un abrazo.

    Vanzetti.

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  3. Gracias amigos, son ustedes maravillosos...

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  4. joder, no se si darte las gracias o mandarte a tomar pol culo ... qué texto !! Me has emocionado. Tu padre estaría orgulloso. seguro.

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