jueves, 17 de julio de 2014

POR UN EJEMPLAR USO DEL IMPERATIVO EN NUESTRA LENGUA



Come baby light my fire...




Lo primero que he de decir es que Raquel Peláez hace un evidente buen uso del imperativo, uno de los muchos caballos de batalla con los que tenemos que lidiar los fascistas del lenguaje, la gramática y la ortografía como yo. Tantas aberraciones han visto estos mis sufridos ojos que he llegado a pensar que “ortografía” significa, directamente, “escribir con el orto”. “Venir aseados” (o aún peor, “venirse”), “traer perica buena”, o el clásico “comerme la polla” hacen sangrar a estas pequeñas ventanas miopes con los que me asomo al inmundo mundo cada mañana. De modo que qué menos que celebrar un título que incluye, lean bien, no uno, si no dos impactantes imperativos que nos invitan a una salvaje fiesta literaria de pirotecnia y locura. 

“¡Quemad Madrid! (o llevadme a la López Ibor)” suena a novela negra y gamberra. A uno de esos ajustes de cuentas en los que caemos en ocasiones los juntaletras para dar su merecido al inmundo mundo que nos rodea y patear el trasero de ignominias e infamias varias. Pero nada más lejos de la realidad. No hay maldad en el recorrido que la autora hace por la capital de nuestro apolillado imperio, si no un sentido homenaje plagado de ternura y humor hacía una ciudad de la que esta berciana destripa sus entrañas como si fuese la madre que la parió de lo bien que la conoce. En efecto, hay erudición geográfica y cosmopolita (hablar de Madrid es hablar del inmundo mundo) en este texto. Datos enlazados y disparados a un ritmo endiablado que harán al lector devorar las más de 200 páginas del libro prácticamente del tirón (también ayuda que tiene dibujitos, y muy monos, claro) El ritmo. Esa cosa abstracta que parece patrimonio de los bateristas de jazz pero que es motor ineludible de toda obra literaria que quiera ser realmente leída y no acabar bajo la pata coja de una mesa, como ha retratado siempre el imaginario humorístico popular. Y si el ritmo parece cosa abstracta, más todavía lo es eso de “escribir bien”. ¿Qué rayos significa escribir bien?, ¿trazar letras que parezcan figuras heráldicas sobre un papel?, ¿no cometer faltas de ortografía?, ¿hacer que el lector sienta mariposas en el estómago, o que vomite la cena de la noche anterior? (si hablamos de una novela de horror, parece que consiguiendo el segundo caso, desde luego sería una “buena” novela dentro de sus parámetros e intenciones) Yo siempre he pensado que “escribir bien” tenía sobre todo relación con “pensar bien”. Es decir, con tener una mente ordenada sobre la que se vayan colocando con inusitada suavidad y sin sentirse en ningún momento forzadas nuestras ideas o nuestros pensamientos, ordenados en fila y esperando pacientemente dar el salto desde nuestras cabezotas al papel. Claro que después de leer a tantos genios de mente desordenada cuesta mantener esta teoría. Sin embargo el ritmo, bueno, el ritmo es otra cosa. Concierto del desconcierto, terreno abonado a la anarquía literaria donde desaparecen las reglas y los dogmas y la única máxima es no aburrir. Por eso tengo claro que un libro que no se lee, si no que se devora, que no te gusta, si no que te absorbe, es, por narices, bueno. Y este es uno de esos casos. 

Admito que revoloteaba algún prejuicio sobre mí a la hora de enfrentarme a la lectura. Por un lado la amistad con la autora me sometía a un inquietante “a ver que digo yo como no me guste”. Por otro, el hecho de que la base de la obra estuviese instalada en un blog, cosa que suena, no me negarán, a literatura pobre. Y es que uno es un elitista. Mendigo y pobre, pero elitista, y piensa que la cosa esta de los blogs está bien para echarse un rato mientras tomas el café en una pausa en el curro, pero la literatura de verdad es otra cosa. ¡Y qué piense yo así, que pierdo de vez en cuando mis horas y mis fuerzas verbales juntando letras por aquí (o peor todavía, ¡escribiendo sobre baloncesto!) ¡ Estúpido prejuicio que el tiempo pondrá en su sitio. Los blogs pueden ser viveros de literatura colosal, como en el caso de esta obra. E imagino incluso que ese ritmo que se erige como el arma más brillante del texto surge precisamente de nacer en esa concepción breve y anfetamínica que suponían las entradas del blog de la autora. Finalmente como corpus funciona. Se lee de principio a fin como un delicioso viaje por Madrid, sus calles y sus gentes y sus anécdotas, su presente y su pasado. Sus porras y sus churros. Sus letreros de publicidad y sus parques. Sus prostíbulos,  sus bares, y sus cenáculos.   

Raquel Peláez, como buena hija de su tiempo, discurre las páginas de su libro entre la ternura y el humor, ingredientes que ya hemos citado. Exponente de una generación afortunada que ha recibido buena educación y cultura, pero sobre todo cultura del ocio. Ese ocio que a veces es arte, o arte que a veces es ocio, y no sabemos donde poner el límite diferenciador. Pero ese ocio que te hace poseer una mirada sentimental y vidriosa (al fin y al cabo la depresión es un lujo de Occidente) sobre lo que te rodea, aunque sea la cagada de una paloma sobre tu hombro. Y así pasamos la vida, sin mayor misterio, entre el llanto y la risa. Armados con latas de gasolina tras nuestras visitas al psiquiatra. 

No quisiera finalizar esta entrada sin ensalzar las ilustraciones del joven talento asturiano Alfonso Zapico (esos dibujitos tan monos), que sirven de perfecto maridaje para el plato de letras que nos ofrece la autora. Dibujos quietos, fijos y estáticos, pero que parecen cobrar vida y convertirse en animados cuando se les viste con las palabras de Peláez. Un estilo simple y efectivo que casa de manera extraordinaria con el relato urbanita del libro, ejecutado por parte de un dibujante con una capacidad de adaptación asombrosa. Para poner la guinda al pastel Raquel se permite el lujo de contar como prologista con ese constante escritor a descubrir que es Santiago Lorenzo, quien nos regalara aquel entrañable y azconiano “Los millones” editado en primera instancia por los gamberros psicotrónicos de Mondo Brutto en 2010 y gozosamente recuperado poco más tarde por la inefable editorial Blackie Books. El de Portugalete oficia de acomodador para en un breve pero muy certero prólogo invitarnos al banquete disparatado y verbal que esta berciana de mente rápida y prosa prodigiosa nos tiene preparado.  


Si después de todo esto no se sienten convencidos para correr a su librería más cercana y hacerse con un ejemplar del ejemplar libro del que estamos hablando de manera ejemplar, no me quedará más remedio que utilizar el tercer ejemplo de imperativo mal empleado que utilicé en mi primer párrafo. Eso sí, lo haré de manera ejemplar.    


Desde el Pirulí se ve un país... 

No hay comentarios:

Publicar un comentario