viernes, 20 de febrero de 2015

EN LAS FAUCES DEL COCODRILO


Artículo publicado originalmente en El Bierzo Digital el pasado sábado 14 de Febrero, con motivo del 25 aniversario del Cocodrilo Negro Bar.  







Recibo estos días la petición de escribir unas líneas con motivo del 25 aniversario de uno de los templos de la noche berciana, el Cocodrilo Negro, a pesar de que del local actual, ampliado y ubicado en una dirección distinta al de sus comienzos, apenas soy cliente ya que llevo más de una década residiendo fuera de Ponferrada, con la morriña a cuestas, o la saudade, que al fin y al cabo es lo mismo pero parece que da más calor. Deben pensar, y supongo que con razón, que de tanta noche que me he metido en mis venas algo tendré que contar. 

Sin embargo si conocí bien el Cocodrilo original, ubicado en el barrio de San Ignacio, cerca de la Iglesia y del colegio donde ostias y hostias se repartían por igual en mi niñez. Me retrotrae, inevitablemente, a la Ponferrada de Celso López Gavela, la cual aún daba sus últimos coletazos antes de convertirse en la selva de rotondas y la límpida fachada bajo la cual se escondían no pocas miserias humanas que conocimos después. Era una ciudad de noches oscuras en la que quienes habían sobrevivido a todos los excesos de los 80 oficiaban de hermanos mayores y gurús particulares para quienes comenzábamos a catar la vida. En definitiva cuando éramos jóvenes de verdad, en carne y sexo, y no los atormentados seres atrapados en el peterpanismo y la hipocondría de la impotencia y la flacidez física y espiritual. 

Era mi adolescencia, definida a través de las litronas bajo una banda sonora de punk y ska. Eran los días de la furia rugiendo en la caldera de Fuentesnuevas bajo la bandera blanquiazul. Al frente de aquellos “hijos de la ira” (como fuímos bautizados en la prensa por un afamado periodista en aquel entonces) se encontraba el ilustre bandarra de Jabo, cuyo desorbitado amor por la cerveza le hacía ya ser habitual de aquel pequeño y acogedor Cocodrilo Negro y bajo cuyo ala comencé a dejarme caer yo por allí, hasta el punto de que aquel bar sería el primer local en el que daría mis primeros pasos en una de mis actividades favoritas (e incluso ganar mis primeras pesetas con ello) y a la que me sigo dedicando ocasionalmente: pinchar discos de vinilo de rock’n’roll.

Todavía era habitual que todo antro que se preciase de tener buen ambiente nocturno y noctámbulo tuviera su buena cabina para el pinchadiscos, y el Cocodrilo no era una excepción. No éramos demasiado exquisitos en lo musical, ZZ Top, Pogues,  Ramones o Madness eran parte de la receta habitual. Las “delicatessen” irían llegando luego. Pero nos valía. Eso y unas cuantas birras me servían para salir de la esquina quebrada del Cocodrilo más quebrado todavía y poco a poco envalentonarme para seguir haciendo más noche, que no es si no hacer más vida, o eso pensábamos entonces cuando Dios nos había regalado toneladas de testosterona juvenil para dilapidar. 

Recuerdo que el local era más bien oscuro, poco iluminado, condición que suele ser habitual en el crapulismo. Los seres de la noche, por lógica, en la oscuridad se mueven mejor. Recibíamos el calor de la acogedora barra que bien pudiera parecer salida de genuino “british pub”, y aunque la decoración era en principio austera siempre te encontrabas a los Beatles saludando desde las paredes, presidiendo la juerga, magníficos anfitriones del hedonismo. 

Como sabrán quienes se asomen de vez en cuando a aullar a la luna con una jarra en la mano el local del que hablo ahora es el CNB, donde la chavalería más joven nos toma el relevo en lo de desvirgarse ante la noche, dando sentido a aquello que cantaba Mick Jagger en “As tears go by”: “doing things I used to do, they think are new”. Pero carajo, qué envidia me dan quienes empiezan a probar ciertas cosas por primera vez. Y la marca Cocodrilo sigue ahí, ya que en pura genealogía hostelera el hijo mayor de la saga maneja con destreza los licores y los discos en aquel garito primigenio, mientras que el patriarca Toño se cogió el Cocodrilo a cuestas y lo llevó a un hábitat más generoso para una bestia de ese calibre, donde hemos podido disfrutar de conciertos memorables, grandes pinchadas, y hasta alguna edición del añorado Freakland. Allí continúa el domador de la fiera parapetado detrás de la cabina con sus Beatles de siempre y ese “pop español de toda la vida”. 


Teniendo en cuenta que la vida media de un cocodrilo puede estimarse en unos 70 años de edad, habrá que preparase para conmemorar muchos más aniversarios como éste.  

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