viernes, 3 de julio de 2015

LA AMARGURA


Normalmente me levanto los viernes henchido de un brío descomunal. No puede ser de otra manera cuando se acercan dos días en los que la palabra libertad cobra significado, sin horarios ni obligaciones, 48 horas para disponerlas uno en los propios asuntos que tenga a bien. 

En efecto, estamos tan domesticados y hechos a la vida que nos han obligado a vivir que irremediablemente la llegada del fin de semana nos proporciona una estimulante y necesaria felicidad con la que afrontar la llegada de un nuevo lunes. Funcionamos, en ese sentido, como animales que responden a estímulos condicionados. No somos más que perros de Pavlov con maletines de ejecutivo y corbata.

Celebraba pues, la llegada de un nuevo viernes, antesala de descanso laboral y de tiempo de asueto y ocio, con el optimismo que merece tan sugerente día de la semana, cuando no llevaba una hora de estar puesto en pie vino a importunarme sin pedir siquiera permiso una vieja conocida: la amargura.  

Verán, de un tiempo a esta parte, en concreto desde mi última mudanza, vengo llegando al trabajo prácticamente una media hora antes de lo que indica mi contrato. No se trata de ser el empleado ejemplar, ni de buscar con ello medranza en la empresa, Dios me libre, ya que creo esto no es tomado en cuenta, ni desde luego tan tomado en cuenta como el día que saliera cinco minutos antes, ya que tengo la sensación de que nuestros semejantes son capaces de percibir a la perfección cualquiera de nuestros defectos o errores pero pasan por alto sin embargo las virtudes o aciertos del vecino. La explicación a mi premura en dejarme abducir por la oficina donde las horas de mi vida se consumen a fuego lento se encuentra en la búsqueda de una mejor condición anímica con la que afrontar mis días. Por un lado el llevar años lidiando con problemas de ansiedad hace que haya aceptado un consejo que, valga la redundancia, es muy aconsejable. Y es el de saber manejarse con margen de tiempo y no vivir agobiado por las manecillas del reloj. Resumiendo, el salir de casa con el “me sobra tiempo” y no con el “voy justo”. Por tanto suelo abandonar el domicilio a una hora bastante más temprana que lo que debería si calculase exactamente el tiempo que me lleva en llegar al trabajo. Esa media hora sobrante podría gastarla en ir al parque a dar de comer a las palomas (las madrugadoras, claro), pero una vez llegado al barrio donde trabajo acabo, cual metal atraído por imán, entrando en el edificio laboral de mis cuitas e instalándome en mi puesto, por si podemos ir adelantando algo, y para poner en funcionamiento el equipo y las decenas de aplicaciones a utilizar durante la jornada con saludable tranquilidad. 

Pero hay otra cuestión por la que salgo temprano de casa, y es que tengo que coger el metro. Y he llegado a la conclusión de que cuanto antes coja el metro con menos usuarios voy a compartirlo, y, dentro del agobio habitual, la situación no será tan insostenible como si me subo (me bajo más bien) media hora más tarde.

Qué cierto es que no se valoran las cosas hasta que uno las pierde. Durante años he tenido la suerte de poder ir a trabajar andando. Cuanta salud, cuanta felicidad y cuanta tranquilidad me procuraba aquello. El ánimo con el que afrontaba la jornada era distinto después de un buen paseo (una media hora me llevaba) al de padecer, y digo bien padecer, el infierno del transporte subterráneo. No sé si ustedes conocen la actividad en días laborables de la línea 6 del metro de Madrid en la dirección de Méndez Álvaro, Pacífico, Sainz de Baranda, etc… si la conocen saben bien de lo que hablo. Al suplicio de la condensación humana y la saturación física, la incomodidad del asunto, se suma la desorbitada cantidad de incidencias y averías que los usuarios debemos padecer. Yo hoy he sufrido la segunda de esta semana. No hay semana que no tenga que verme en una, y en ocasiones, como ven, más de una.

Creo firmemente en que somos dueños de nuestro estado de ánimo, y que para un espíritu positivo y optimista todo son ventajas. Verse atrapado en una avería de metro puede tener su lado bueno (avanzar en la lectura del libro que lleves entre manos, pese a lo dificultoso de poder leer en tales condiciones, aplastado por una soliviantada y enfurecida marea humana), además siendo previsor con el tiempo tal y como he relatado tales vicisitudes gran parte de las veces no me impiden llegar a mi hora (en otras ocasiones si lo hacen, porque ya digo que lo de la línea 6 y sus averías es cosa digna de estudio), y sobre todo tengo claro que las desgracias de la vida son otras, no las de las zancadillas de la cotidianeidad.  Pero también creo que la queja y la protesta son armas que el ciudadano de a pie debe usar para luchar por una mejor calidad de vida y no pasar por el aro. Que no nos domestiquen más de lo necesario. Procurar un estado de ánimo plácido, sosegado y estoico, a la vez que no se abandona la conciencia de luchar por lo que se cree justo, es otro de esos equilibrios a los que aspiro en mi aristotélica filosofía de vida.   

El caso es que la simple avería del metro de esta mañana ha ido facilitando un devastador efecto dominó en mi cerebro. Primero escuchando a un cabreado usuario que voz en grito recurría a los tópicos “¡no hay derecho!”, ¡siempre igual!” y “¡ya está bien!” Lo cierto es que aquel buen hombre tenía toda la razón, pero además lo acompañaba de ciertas reflexiones que entran directamente en el terreno de la amargura: “ya no sé cuantas veces he llegado tarde a este trabajo, menos mal que es un contrato basura y me da igual lo que me pase, si llega a ser un trabajo en buenas condiciones ya me habían echado”, esto, escuchado por un caballero que rondaba los 60 años resultaba totalmente desazonador. No pude evitar sentir un escalofrío al pensar que aquel buen señor podría ser yo perfectamente dentro de un par de décadas, si sigo vivo, desesperanzado, mendigando por trabajos que no me gustan con contratos de mierda y sin más ilusión que el partido del miércoles de la Champions League.

Seguí observando la humanidad airada que se congregaba en el vagón. Pobres víctimas de un sistema de vida que nos ha deshumanizado en todo punto. La crispación de padecer constantes averías en un medio de transporte que obligatoriamente has de coger cuando vives a varios kilómetros de tu puesto de trabajo. Una crispación, una ira contenida (tan bien reflejada, esa contención y posterior liberación, por Joel Schumacher en 1993 con su “Un día de furia”) que hace que la simple caricia involuntaria del viajero que tienes a tu lado te provoquen ganas de estamparle un puñetazo, cuando el pobre no tiene la culpa de nada y es otra víctima más.  

Para mí infortunio seguí pensando. Esto no puede seguir así. La única manera de que la comunidad de Madrid se diese cuenta del daño que hace a la ciudadanía sería que toda la población, aunque fuese un solo día, no cogiese el metro. Un día en el que no se viese un solo viajero en el suburbano. Sería la mejor llamada de atención. Pero hay que desengañarse, es imposible. Y así de atados de pies y manos estamos. Otra posibilidad sería una huelga radical de los trabajadores, que también padecen la mala calidad del servicio, de todos ellos, sin excepciones. Pero esto crearía aún mayor crispación, con una parte de la población sólo preocupada de su propio trabajo incapaz de ver que este tipo de luchas nos favorecen, en realidad, a todos.

Y empecé a pensar en el dinero, el maldito parné, ¿merece la pena pagar 54,60 euros cada 30 días por un servicio así? Ciertamente no sé medir si tal cantidad de dinero es mucha o poca. El dinero me parece el peor invento de la humanidad junto a las armas y las religiones. Pedazos de papel, cachos de metal y tarjetas de plástico. Y sin embargo todo está ahí, excepto el aire que respiramos y el sol que nos alumbra (y démosle tiempo al tiempo), todo tiene un precio. Es decir, esos 54,60 euros pueden significar mucho para mí. Y ya lo creo que sí. Cuando tienes un sueldo de mil euros (y parece ser que “y gracias”), tienes que pagar un alquiler por vivir bajo techo, y todas esas cosas sin las que el hombre, esclavo tecnológico del siglo XXI, no puede vivir (electricidad, luz, teléfono, internet, y claro, agua), te conviertes, a tu pesar, en un funambulista de los números, y es que tienen que verme a mí a mediados de mes bolígrafo en ristre cartografiando sobre el papel mi desgracia en cifras, calculando que si me quito cinco céntimos del papel higiénico extrasuave y me limpio el culo con papel de lija, igual los puedo aprovechar en un paquete de tallarines.   

Todos estos pensamientos me fueron llevando a otros, las fichas de dominó cayendo ya sin remedio y de manera desbocada. Un trabajo que no me gusta, un sueldo que apenas me da margen a ninguna alegría y me obliga a vivir al día, una edad ya respetable. Por si fuera poco la imposibilidad momentánea de vivir con mi pareja, a la que echo de menos cada instante, unido a la lejanía de la familia y de los amigos más antiguos. He sido un desastre y he hecho muchas cosas mal en mi vida, lo admito, pero, ¿tan malas han sido mis elecciones para este doloroso penar que me aflige? ¿Hasta cuándo tengo que pagar por todos mis errores?, ¿cuánta sangre todavía debe exprimirme esta vida?, ¿cuánto sudor debe brotar aún de mi frente?, ¿llegará un día en que esa “mano invisible” de la que hablaba Adam Smith sienta saciada su hambre, y pueda yo, y tantos como yo, vivir, simplemente vivir y ver pasar mis horas sin la obligación de mantener Dios sabe qué extraña cadena indestructible?, ¿para qué demonios hemos sido creados? 

Todas estas congojas acompañaban mi presto caminar una vez salido del diabólico subterráneo que tanto horada mi placidez mental. Elucubraba entonces sobre si debiera plasmar estas inquietudes en negro sobre blanco, consciente de que este lacrimoso exhibicionismo de penas y pesares no me deja en buen lugar, ya que, no nos engañemos, todo el mundo gusta de proyectar una imagen triunfal de fuerza y aparecer a los ojos de nuestros coetáneos (hoy más que nunca que nuestras vidas son un constante show retransmitido las 24 horas del día gracias a las redes sociales) como felices “bon vivants”. Pero precisamente por eso me asaltó el deseo, aún más vivamente, de rebelarme contra esas imposturas que de alguna manera nos siguen cegando frente a la situación en la que vivimos. Facebook, Instagram, etc, se han convertido en escaparates donde mostrar nuestros éxitos en la vida, nuestras mejores vacaciones, cenas, compras, etc, pero apenas nadie se atreve a mostrar la otra cara, nadie se atreve a decir “a mí, sinceramente, en la vida me va mal” Porque una cosa es el romanticismo del perdedor, que no deja de ser una pose estética y desgarradora que muchos hemos practicado como dandis malditos que somos, y otra cosa admitir la condición de fracasado en una vida que sólo se vive una vez. Y ese miedo a exponer algo tan humano como es simplemente la precariedad económica o la escasez de recursos esconde la realidad de una sociedad descompuesta y una clase media extinguida. No comparto tal temor, ya que tengo la absoluta certeza que esto que estoy escribiendo no es más que un retrato cotidiano que podrían firmas millones de ciudadanos en toda Europa hoy día. Con una manifiesta incapacidad para enfrentarnos y derrotar al poder establecido, tanto de estado como de mercado (en definitiva, “a los que nos gobiernan”, como escribía Tolstoi en su lúcido ensayo de vejez), sí en cambio es fácil percibir la susceptibilidad con la que nos enfrentamos los unos a los otros embaucados en nuestros dogmas de fe (y como buen dogma de fe, superior al dogma de fe del vecino), una vez abandonada la perspectiva de luchar por lo que debiera ser justo y conformistas con las migajas que suponen nuestras escasas horas libres al día mientras que entregamos la mayor parte de nuestro tiempo a vivir esclavizados, porque infeliz quien piense, infeliz que se haga preguntas, infeliz quien se rebele, infeliz quien proteste e infeliz quien se queje. Infeliz, y amargado, claro. 

Y así, envuelto en esta amargura con aroma a café negro sin azúcar, sumido en el pozo abisal de mis pensamientos, comienzo otro fin de semana apoyado, finalmente, en el desahogo de escribir.   


Y cuando más tarde vea saltar hacia los aires el tapón de la primera cerveza, pensaré, qué duda cabe, que tampoco estoy tan mal…   



"Gracias a la almorta" (Francisco de Goya)

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