lunes, 12 de agosto de 2019

MIEDO








Cómo aprendimos a amar a la bomba atómica.






Hasta donde llega a alcanzar mi memoria he observado a mi alrededor eso que en términos de Noam Chomsky se ha conocido como “cultura del miedo”, la cual produce grandes réditos a los poderes fácticos. Básicamente la teoría nos dice que a causa de ese miedo a un potencial peligro que puede poner en peligro nuestra vida, seguridad e integridad física así como la de nuestros allegados, entregamos grandes parcelas de libertad individual y regalamos nuestra intimidad al Gran Hermano de turno.   


No hablamos de un miedo particular e interior en nosotros, como puede ser el miedo a la muerte, la enfermedad o el dolor. Tampoco de un miedo entendible y necesario, un miedo parejo a la prudencia. Un miedo que nos impida caminar por la cornisa de la azotea de un edificio de diez plantas, por ejemplo. Tampoco nos referimos a ese miedo atávico y primitivo hacia lo inexplicable y sobrenatural, ese terror que ha moldeado mitos, dioses y monstruos y que en cierta manera también nos proporciona placer y llena de dólares las taquillas cinematográficas. No, la “cultura de miedo” trasciende todos esos miedos individuales y supersticiosos para erigirse en miedos representantes de toda una sociedad.   


Puesto a recordar, el miedo que producía la Guerra Fría, con los dos grandes bloques soviético y americano enfrentados poseyendo en ambos casos un arsenal armamentístico capaz de destruir un planeta que todavía vivía bajo la consternación y el pánico de los hongos atómicos de Hiroshima y Nagasaki, es mi primera conciencia del miedo del que hablo. Sitúo tales recuerdos cuando era un niño, a finales de los 70 y principios de los 80. Puedo ver con nitidez la portada de una revista (de la que por otro lado no recuerdo el nombre) ilustrada con un hombre cubierto con una máscara anti-gas, en cuyo contenido se nos advertía sobre las medidas a tomar en caso de guerra nuclear. Recuerdo igualmente la voz quebrada de Gloria Fuertes, con ese tono que parecía castigado de orujo y tabaco negro, recitando por la radio un poema en el que rogaba a Reagan y Andropov (o quizás fuera Brezhnev) que no apretasen el botón. La radio ya era por entonces una fiel compañera para mí por lo que impregnado de aquel miedo que tan natural me parecía, puesto que la amenaza nuclear era tal que se había constituido en cultura propia, comencé a dormir todas las noches con un transistor sobre la almohada escuchando las emisiones nocturnas para así estar en todo momento conectado al mundo exterior y si finalmente alguien pulsaba el temido botón rojo ser el primero de mi entorno en saberlo para poder avisar a mis seres queridos y todos juntos poner en marcha la serie de recomendaciones que lógicamente había memorizado en aquella revista de la que he hablado. Afortunadamente muchos años después tal debacle no ha llegado a producirse, pero tengo que agradecerle a aquel miedo infantil mi todavía firme afición a dormirme con la radio puesta. Aquel miedo exploraba también las diferencias sociales. Envidiaba a los ricos no sólo porque pudieran disfrutar de unas vacaciones que mis padres nunca tuvieron o comprar las mejores consolas de videojuegos a sus hijos. En realidad les envidiaba porque podían construirse un bunker antinuclear.  


De aquel miedo colosal y planetario pronto pasé a un miedo más terrenal y mundano. Los 80 fueron una década convulsa en cuanto a delincuencia callejera, mitificada en aquellas películas que se han etiquetado bajo el género de “cine quinqui”. No contaban ficción alguna. La inseguridad ciudadana era palpable y había un responsable directo en forma de polvo habitualmente blanco: la heroína, el jamaro, caballo, jaco, o cualquiera de sus nombres con el que recorría las calles convirtiendo a la mayoría de chavales que se enganchaban en delincuentes cuyo objetivo era conseguir cuanto antes el dinero necesario para una nueva dosis. Todo lo que se movía era una víctima. También proliferaban los atracos en establecimientos, a plena luz del día o con nocturna alevosía (a decir verdad en este caso la alevosía era más bien diurna) Así poco a poco el discreto negocio hostelero de mis padres que prácticamente dejaba las puertas abiertas las 24 horas del día se fue transformando en una fortaleza de rejas y candados a medida que se iban sucediendo las visitas de los apandadores. 




Quinquis en el "star system".



Los niños no éramos ajenos a aquel estado de pavor callejero. Aunque, y más tratándose de chavales de barrio e hijos de clase media trabajadora, no solíamos llevar grandes cantidades encima, todo valía. Pequeños granos para el granero de los delincuentes juveniles. En Ponferrada solíamos ser víctimas de pandilleros de etnia gitana, quienes navaja en mano nos sustraían los cinco, diez, o veinte duros, depende de lo rumbosos que hubiesen sido nuestros padres o tíos, llevábamos encima para “chuches” o sobre todo (lo que más nos gustaba) para dilapidar alegremente en las salas de videojuegos. No voy a citar sus nombres pero se convirtieron en figuras cuasimíticas de la ciudad, evocadores de los peores momentos de nuestra infancia y pubertad. Más allá de la delincuencia también estaba la perversión y sadismo propios de aquellas edades. Había chavales, lógicamente unos años mayores que nosotros, con toda la superioridad física que aquello les otorgaba, que simplemente disfrutaban soltándote unos puñetazos (que no pocas veces eran correspondidos) Supongo que la inconsciencia de la edad invitaba a tratar con desdén el miedo y por supuesto existía cierto código de honor no escrito por el cual no podías chivarte de todo aquellos a tus “mayores”, y eran marrones que tenías que resolver tú solito por mucho que las abnegadas madres nos vieran más de una vez llegar a casa jodidos y apaleados con alguna ceja sangrando. Además yo siempre pensaba que si metía a mis “mayores” en aquello, ¿qué me impedía pensar que mis rivales no metieran a los suyos y se acabase convirtiendo aquella en una orgía de violencia? Visto ahora desde la distancia que procura el paso del tiempo no veo drama en aquellos años, más bien como el sarampión, algo que teníamos que pasar a esas edades. No obstante que nadie se lleve a engaños. Los 80 fueron duros y el robo estaba a la orden del día.  


Aquel miedo tenía cara y ojos, el de los pandilleros del barrio. Pero había otro miedo que no enseñaba su rostro y lo cubría bajo tétricos pasamontañas. El nombre de aquel otro miedo que se respiraba en las calles ya lo decía todo, puesto que se le conocía como terrorismo. Un fenómeno muy europeo que en España tuvo su máximo exponente desde el País Vasco con ETA (hubo otras bandas pero ninguna con el nivel de “éxito” de estos… recuerden aquel chiste de que ETA tenía más números uno que los Beatles, en alusión a las noticias que cada poco salían en los medios asegurando que había caído el número uno de la banda armada) Mi primer recuerdo más o menos claro es viendo un reportaje en televisión en el que las cámaras de TVE inquirían a los ciudadanos a dar su opinión sobre ETA. Pero la mayoría de las respuestas eran el silencio o un “no quiero hablar”. Creo recordar que fui yo quien preguntó en casa que porque nadie quería hablar y fui contestado por mis hermanas mayores con “tienen miedo”. Yo era tan pequeño que no entendía muy bien porque, pero pronto fui consciente de la magnitud de ese miedo. La violencia etarra ha sido una de las más grandes lacras que jamás haya existido en este país manteniendo un auténtico reinado del terror que despojado de cualquier tinte político arroja la cruda realidad de miles de víctimas de todas las edades, profesiones, ideologías y estratos sociales. Ojala hubiera sido una pesadilla, pero fue real. Alimentaron la “cultura del miedo” como nadie en este país. A todo ello se sumaba como es habitual la leyenda urbana, con lo cual cada destino turístico en cada verano era un objetivo de las “campañas veraniegas” de la banda, o cualquier caja de cartón en la calle podía contener una bomba porque te habían contado la historia de un chaval que le pegó una patada a una y se quedó sin piernas. De modo que aquel niño que dormía con un transistor para saber si estallaba una guerra nuclear al poco tiempo salía a la calle pensando que quizás no volviera a casa simplemente por jugar al fútbol en la calle.  


El patrimonio del terror en España ya no es exclusivo de ETA (cuyo estatus actual, y que así siga, es el de banda extinguida) El terrorismo islámico, yihadista, ha ocupado su lugar y el 11M de 2004 marca un desgraciado antes y después en nuestro país. Miles de personas seguimos montando a diario en esos trenes de cercanías que fueron multitudinarios ataúdes, porque a pesar del miedo la vida sigue. Pero básicamente se trata de lo mismo. Cualquier tren, autobús, avión… cualquier sala de cine, de conciertos… cualquier viaje a una ciudad con tradicional tránsito turístico… en cualquier momento el terrorismo puede hacer acto de presencia. Aquel 11M no fue más que una continuación, una más, de aquel 11S de 2001 en Nueva York que cambió para siempre el mundo y alimentó la “cultura del miedo” más que nunca. La paranoia que se instaló en el mundo occidental no se conocía desde mediados del siglo XX, cuando todo vecino podía ser un peligroso comunista dispuesto a implantar una dictadura roja que cercenase la libertad individual. Es curioso por tanto comprobar como la excusa de luchar en defensa de la libertad no hace sino recortarnos nuestras propias libertades, ejemplificado en el “Patriot Act” redactado por el entonces presidente de los Estados Unidos, George Bush Jr. y declarado inconstitucional en diferentes fallos judiciales a través de los últimos años.


Lo explican muy bien en la estupenda saga superheróica de Marvel, “Civil War”, serie que no podría entenderse precisamente sin el contexto de los Estados Unidos post-11S. Seguramente cualquier lector de este tipo de comics se habrá preguntado alguna vez como es posible que en las espectaculares batallas entre superhéroes y supervillanos, con explosiones y demoliciones de todo tipo apenas haya desgracias civiles. Los guionistas de Marvel, siempre abiertos a madurar sus historias, pergeñaron a mediados de la década pasada varias historias precisamente con víctimas de este tipo, cuyo climax llegaría con la masacre de Stamford en la que 600 civiles (varios de ellos niños) pierden la vida tras el enfrentamiento entre los Nuevos Guerreros y Nitro. A partir de ahí el gobierno de Estados Unidos emite un acta de registro superheróico que obliga a los héroes a desvelar sus identidades secretas para rendir cuentas como cualquier ciudadano llegado el caso, siendo declarados al margen de la ley en caso de no aceptar inscribirse en el registro. Se forman de esta manera dos bandos con dos filosofías distintas. Por un lado el Capitán América (curiosamente uno de los pocos de los que siempre se ha conocido su identidad de Steve Rogers) defiende la libertad del superhéroe para no desvelar su nombre ni entregar información personal, encarnando en cierta manera viejos valores patrióticos norteamericanos de utópica libertad individual capaz de no entrometerse en la libertad del otro, una especie de liberalismo al estilo europeo pero obviando que todos los ciudadanos respondan por igual ante la ley. Frente a él Tony Stark/Iron Man defiende la postura contraria, la necesidad de entregar la información requerida a su gobierno y responder ante la justicia. Un sometimiento al Estado excusado en la seguridad y el bienestar de los ciudadanos. Un liberalismo más estadounidense. A pesar de la complejidad de la trama Steve Rogers se presenta como el gran protagonista de la saga mientras que un Stark cada vez más autoritario parece, en cierta manera, el villano de la serie, lo cual nos hace plantearnos si los estados son autoritarios y represores por naturaleza además de insaciables en cuanto a recorte de libertades del individuo. Cuanta más parcela de nuestra libertad individual les demos, parcela más grande querrán.  


Sin llegar a tales simplificaciones extremistas, de lo que no me cabe duda es de que “Civil War” es un magnífico ejemplo para entender el funcionamiento de la “cultura del miedo”.   


Yonquis navajeros, asesinos en serie, violadores en manada, terroristas… el espectro que sigue protagonizando el miedo asegura la pervivencia de esta cultura. Poco importa cuando nosotros mismos ya nos hemos entregado y a través de las redes sociales desvelamos donde y que hacemos en cada momento. A lo mejor, y pese a que nos encante enarbolar banderas apocalípticas, es porque las cosas no están tan mal ahí afuera. 





¿Quién vigila a los vigilantes?








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