sábado, 28 de marzo de 2020

DIARIO DEL CORONAVIRUS (XV): LOS HOMBRES TRANQUILOS





















Escribía Carlos Prieto en la primera entrada de su Diario de la Pandemia (qué gran descubrimiento, por cierto, desde aquí lo recomiendo), que hemos pasado de la pachorra a la histeria en tiempo record. Somos así. Parece que lo del equilibrio aristotélico en las clases de filosofía lo aprendimos los cuatro tarados de siempre (o más bien todo lo relacionado con la filosofía) y nos encantan los extremismos. Aunque una de las principales diferencias en esta lucha contra el coronavirus radica en la naturaleza democrática de nuestros gobiernos europeos frente al totalitarismo chino (al que tristemente quizás debamos recurrir), en los últimos tiempos ha sido inevitable advertir en el viejo continente una preocupante añoranza de la Europa de mediados del siglo XX, la de los totalitarismos fascistas y comunistas. Pero ese es otro tema, aunque creo que algo de eso ahí en esta esquizofrenia extremista del español actual bajo la cual el vecino del cuarto que está en el balcón increpando al viandante que camina quien sabe si a comprar fruta, tabaco, a trabajar, o simplemente necesitaba airearse tras discutir con la parienta vaya a ser el primero en saltar a la calle pidiendo la cabeza del presidente del gobierno y llamando a la revolución porque “emosido engañado”. Denle unos días y verán.



Lo cierto es que a mí también me ha llamado la atención el cambio en la percepción respecto a Fernando Simón, ocasional parapeto del gobierno de Sánchez en esta crisis (como lo fuera del de Rajoy en 2014 con el ébola... crisis aquella que definitivamente fue un juego de niños al lado de esta pandemia global) El doctor Simón (licenciado en medicina y especializado en epidemiólogia, por si acaso alguien pensaba que es un señor al que encontró Pedro Sánchez una mañana comprando el pan debajo de su casa y le pidió que se saliera ahí a dar la cara en este marrón), quien por cierto no me negarán que cada vez tiene un aspecto más desmejorado, ojeroso y el rostro más cansado, como Guardiola cuando dejó el Barcelona, ha pasado de ser un ejemplo de mesura, serenidad y tranquilidad en los momentos críticos, de ese capitán de barco que no pierde los nervios en medio de la tormenta, a un incompetente torpe patán y mentiroso que apenas sabe siquiera de lo que habla cada vez que se nos cuela en los hogares españoles para informar sobre el estado de la pandemia en nuestro país. Quizás lo más responsable por parte de Simón debiera ser aparecer en nuestras pantallas temblando y con los ojos inyectados en sangre gritando “¡vamos a morir todos (y todas, claro)!, ¡estamos perdidos!, ¡no hay cura y de hecho están las iglesias cerradas!”, mientras los cámaras de RTVE que le graban dejan a toda pastilla sus instrumentos de trabajo y salen corriendo en medio del pánico y el caos.




No sé hasta que punto Simón y el resto de profesionales al frente de esta crisis nos están mintiendo. Si puedo decirles por la experiencia que me proporciona el ser un aprensivo e hipocondríaco de manual que las varias ocasiones en las que he sufrido episodios repentinos en los que algo no ha ido bien en mi cuerpo y mi salud (y que afortunadamente no han sido nunca graves... toco la madera de mi escritorio) el pensamiento inicial que me ha poseído de “¡Dios mío, voy a morir!”, lejos de ayudarme lo único que ha hecho ha sido acentuar y empeorar esa crisis esporádica. Si es cierto que vamos a morir y que no hay escapatoria posible a esto, prefiero que me lo comuniquen con la tranquilidad y el estoicismo propio de un músico de la orquesta del Titanic. Si esto es el fin, lejos de arrancar a correr sin dirección presa del pánico exclamando al resto de mis congéneres que ha llegado el final, prefiero ponerme mi mejor traje, abrir una botella de mi whisky favorito, encender un puro y esperar la muerte entre el estoicismo y la estética. Un poco de consideración ante la Parca, ¿no?, al menos que te pille bien vestido.



La impasibilidad de Simón y su efecto en algunos de mis conciudadanos, esos que en sus comparecencias echan de menos tragedia, drama e histrionismo como si hubieran ido al cine a ver a Joaquín Phoenix en “Joker” me ha hecho recordar la ya olvidada (buena cuenta de que paradójicamente estos días de inacción vivimos a una velocidad de vértigo) intervención del periodista Lorenzo Milá desde Milán (¿existirá una ciudad llamada Sardán para envíar allí a Javier Sardá?) Fue el 25 de febrero de este año, lo cual a efectos del tiempo bajo una pandemia es como decir hace un lustro, y el reportero aparecía en pantalla henchido de campechanía haciendo un llamamiento a la calma como quien ante una inminente tormenta se empeña en asegurar que serán cuatro gotas. Lo cierto es que repasando aquella intervención, el grueso de lo dicho por el reportero no faltaba a la verdad (afecta especialmente a personas con las defensas bajas, la mayoría de la gente se recupera de la enfermedad, y la mayoría de esos infectados tienen esa recuperación en sus casas), ¿qué fue lo que no pudo prever Milá?, lo que me temo nadie pudo: el colapso sanitario que esto está produciendo en toda Europa, con una sanidad pública incapaz de hacer frente a la pandemia. Una sanidad, que dicho sea de paso, no hay que dejar de aplaudir cada día, cada tarde, cada hora... pero a la que cuando esto acabe habrá que reconocerle todavía más su labor y sobre todo fortalecer e inyectarle el músculo debido. Es evidentemente otro debate, pero si tras esta crisis no somos capaces de darnos cuenta de que no hay dogmas de fe liberales ni capitalistas que aseguren la pervivencia del bienestar humano y que por tanto necesitamos un estado, conjunto, nación, llámenlo como quieran, que tendrá más fácil garantizar ese bienestar humano y social por la simple lógica de que dicho conjunto siempre tendrá más fuerza que el individuo, tiro la toalla respecto al raciocinio de mis compatriotas.



Aquella aparición de Milá fue sonoramente aplaudida tras ser, como no, viralizada y retwiteada (o a ver si pensaban que en realidad miles de españoles se encontraban viendo nuestra cadena pública en aquel momento... ¡existiendo Netflix!), y el sanedrín de sabios que conforma Twitter pronto pidió para el periodista el premio Ondas, el Princesa de Asturias, la Orden del Mérito Civil, y hacerle cabeza de cartel del Primavera Sound. Las mismas redes sociales en las que se puede leer (lo acabo de hacer ahora mismo) perlas como: este debe acabar entre rejas o fusilado por mentir a la población. No voy a decir el nombre del foro en el que se ha publicado tal exabrupto porque prefiero no hacer publicidad de ese tipo de estercoleros, que por otra parte, no podía ser de otro modo, son los que más éxito tienen (y donde sus usuarios lloran a gusto sobre una presunta dictadura progre que les prohíbe decir eso que sabemos que piensan porque en efecto nadie les prohíbe decir lo que piensan, pero oye, el victimismo siempre vende) El hombre tranquilo de la película de John Ford finalmente muere abrasado por el lanzallamas de Chuck Norris en las producciones de la Cannon.




Recordando aquello de Milá a finales de Febrero (ya digo, hace un lustro en el universo coronavirus) y googleando al periodista fue como descubrí el blog de Carlos Prieto al que me he referido al comienzo de esta entrada. Evidentemente no podía ser yo el único que estuviese redactando un diario sobre estos días de la pandemia. Hagan como nosotros y escriban. Que las videollamadas y martirizar a los vecinos con la enésima versión del “Resistiré” está muy bien, pero dejen algo por escrito para las generaciones venideras, o para cuando los alienígenas descubran que hubo vida (inteligente o no, ya es otro tema) en este planeta. Porque recuerden, vamos a morir todos.





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