sábado, 7 de marzo de 2020

8 DE MARZO








Jacinto despertó aquella mañana más sobresaltado de lo habitual. Llevaba meses planeando aquel encuentro desde el último 19 de Noviembre en el que en la marcha por el Día Internacional del Hombre su amigo Jaime le había insinuado aquella posibilidad. Al día siguiente, en el homenaje al Caudillo, entre viejos camaradas y patriotas, la insinuación del día anterior cobró otro cariz cuando Jaime le dio dirección y teléfono de lo que Jacinto, uno más entre tantos hombres, buscaba.


Echó mano de su agenda y fijó la cita. La llamada a aquel centro le había dejado satisfecho y disipada cualquier duda había marcado en el calendario el 8 de Marzo como el día señalado. Fueron tres largos meses de espera, aburridos, anodinos, transcurridos entre partidas de brisca y charlas en el trabajo sobre la dictadura progre que les oprimía. Nunca hubo hombres más oprimidos que Jacinto y sus compañeros y así dejaban constancia de ello desde que se levantaban hasta que se acostaban. Bien fuera de camino al trabajo, en el ascensor, y por supuesto en las redes sociales. Jamás se vio mayor opresión en el ser humano que la del hombre blanco católico heterosexual del siglo XXI. Las victimas de las dos grandes guerras mundiales, los judíos aniquilados por el nazismo, los disidentes comunistas del stalinismo, los kurdos masacrados por Iraq, los musulmanes exterminados en Birmania, y hasta los tutsis en Ruanda... ninguna de esas matanzas podía ser comparada a la que vivía cualquier congénere de Jacinto en España en el siglo XXI por el simple hecho de haber nacido hombre.


A duras penas consiguió sobrevivir el bueno de Jacinto el infierno de aquellos meses de opresión y represión desde que se levantaba hasta que volvía al consuelo de la almohada. Sólo Dios sabe lo que tuvo que padecer aquellos meses de represión en los que su único consuelo era saber que tenía apalabrada la cita del 8 de Marzo en el centro Cabree A Grudo.


Y llegó el día.


Jacinto, como hemos dicho, despertó aquella mañana más sobresaltado de lo habitual. No era para menos después de tantos meses bajo la asfixiante dictadura progre. Desayunó un sol y sombra mientras leía en el periódico que las últimas encuestas vaticinaban una mayoría absoluta de VOX y Santiago Abascal como presidente del gobierno. No obstante él sabía que todo aquello era una patraña, que vivía bajo una dictadura progre, y que ese tipo de propuestas políticas estarían irremisiblemente prohibidas, pese a que ya ocupaban la mitad del arco parlamentario y todos sus representantes vivían a cuerpo de rey (nunca mejor dicho porque la monarquía, como la unidad de España, era algo absolutamente innegociable para estas pobres víctimas de la dictadura progre)


Jacinto se perfumó debidamente y se vistió con sus mejores galas. No podía ocultar su nerviosismo, pero al fin y al cabo llevaba meses viviendo para aquel día. Alcanzó el centro Cabree A Grudo a las diez de la mañana y traspasó la puerta giratoria para envolverse de aquel aura. Algo le decía que estaba en el lugar correcto. Como si se hubiera detenido el tiempo. Se acercó al mostrador donde una recatada señorita embutida en un vestido rojo y aplastada bajo un gigantesco moño se limaba las uñas.


-Buenos días- disparó la muchacha.


-Buenos días-respondió Jacinto- Jacinto Rodríguez Hermosilla. Tengo cita para las diez y media de la mañana.


-Caray Jacinto, que madrugador es usted- respondió la mujer mientras pasaba las páginas de una agenda- ...a ver... Jacinto Rodríguez, sí, a las diez y media, aquí está. Primero debe responder este formulario con una serie de cuestiones básicas- y le alargó un papel.


Jacinto recogió el formulario y se retiró a una mesa, sacó su estilográfica del bolsillo y con pulso firme se decidió a responder lo que se le planteaba. Básicamente eran preguntas sobre sus relaciones con las mujeres, cuanto tiempo hacía que no hablaba con alguna, y si había sido capaz de plantear una conversación con el otro sexo más allá del tiempo meteorológico.


Una vez completado se lo devolvió a la mujer del moño, la cual echó un vistazo satisfactorio, archivó el papel y simplemente dijo:


-Acompáñeme.


Jacinto siguió a su anfitriona por un largo pasillo desembocando en una especie de sala de espera con sillones en forma ovalada enfrentados a una serie de puertas presididas por varios nombres propios que le eran familiares a nuestro protagonista.


-Jacinto- resolvió la muchacha- tiene usted que elegir a cual sala quiere acceder, dependiendo de lo que busca. Tenemos distintos accesos, desde el caballeroso rancio a lo Julio Iglesias hasta el macho abrupto tipo Sánchez Dragó, personalmente le recomiendo la sala Plácido Domingo, muy demandada últimamente, donde puede hacer cargo de su situación de poder por ser hombre sin ningún recato ni miramiento por parte de la sociedad. Recuerde que está en el centro Cabree A Grudo y todo lo que sucede en estas cuatro paredes nace y muere aquí, como siempre debió suceder entre hombres y mujeres. Usted ya me entiende Jacinto.


-Y tanto que la entiendo. Pero mire señorita, creo que me voy a decantar por la sala Arturo Fernández.


-Por supuesto Jacinto, y permítame decirle que ha tenido usted una elección acertadísima.


La muchacha del vestido rojo y moño estratosférico abrió la puerta de la sala demandada por Jacinto y se retiró. Nuestro hombre tragó saliva, posteriormente la escupió sobre la palma de su mano, y se repeinó su grasiento pelo hacia atrás. Caminó con la incertidumbre de quien camina hacía un altar, presa de ese miedo católico que le habían enseñado desde niño. Pasado el pasillo de la estancia adivinó un majestuoso par de piernas cruzadas presididas por unos zapatos de tacón negro y alto. La escena la completaba un escultural cuerpo de mujer dentro de un vestido tan negro como los zapatos. Rubia y de ojos azules, miró y habló a Jacinto como si le llevara esperando toda su vida:


-Hola.


-Ho... hola- acertó a decir Jacinto.


-Siéntese aquí, a mi lado. Jacinto, ¿verdad?


-Sí, ¿cómo sabe mi nombre?


-¿Acaso no debería saberlo?, ¿cuándo su presencia aquí supone mi sustento?, ¿qué clase de mujer sería si no fuera capaz de saber siquiera el nombre del hombre que viene a buscarme?, yo me llamo Susana, por cierto.


-Encantado Susana.


Jacinto se sentó tímida y torpemente al lado de aquella magnífica mujer, azorado, intentaba mirar hacia otro lado pero Susana, haciendo gala de una estupenda profesionalidad, no estaba dispuesta a salirse de su guión.


-Y bien Jacinto, ¿qué es lo qué busca por aquí?


La vergüenza,el miedo y el temor le carcomían, pero a la vez sabía que aquellos meses de opresión feminista y dictadura progre habían sido demasiado y necesitaba desahogarse.


-Pues yo busco, señorita Susana, simplemente poder hablarle a una mujer como le hablábamos antaño. Mirarla como la mirábamos antaño. Olerla como la olíamos antaño. Desearla como la deseábamos antaño. Usted ya me entiende, ¿verdad?, tomarme la libertad de hablarle de la magnífica longitud de sus piernas, del vértigo de su escote, del fulgor de su rubio pelo, o de como esos ojos azules que parecen zafiros hipnotizan hasta al más experto tahúr. Poder deslizar mi mano por su muslo, tontear con el equivoco, hacerme el encontradizo... al fin y al cabo seducirla, al fin y al cabo digamos saber que yo soy hombre y usted mujer, y ya sabe lo que eso significa, significa ese piropo ardiente, ese halago encendido, esa mano como le dije despistada por su muslo, porque yo soy hombre y usted mujer y por eso yo, yo...- Jacinto comenzó a respirar agitádamente mientras era consciente de que por primera vez en su vida estaba tocando la pierna de una mujer, ¡y qué mujer!, pensaba para si mismo... se sentía tan azorado que no podía continuar hablando...


-¡Yo le entiendo Jacinto!- respondió Susana con una patética impostura- ¡claro que le entiendo!, no sabe como las mujeres echamos de menos esto, sentirnos mujeres de verdad, deseadas y seducidas por hombres tan auténticos, tan genuinos, tan hombres como usted.


Al escuchar aquello Jacinto, que por alguna extraña cuestión de la física era incapaz de soltar su mano de la pierna de Susana, como el herido por arma blanca que tiene el cuchillo clavado en su costado y no puede arrancarlo porque sabe que es peor el desangre que tener el arma incrustada bajo su piel, sintió un estremecimiento en su entrepierna. Un calambre, un chasquido. Suficiente para sentir su calzoncillo húmedo y manchado. Se levantó más azorado todavía de lo que estaba al llegar y dijo:


-Muchas gracias señorita, debo retirarme.


A la salida volvió a tropezarse con la azafata del vestido rojo y moño mastodóntico quien no pudo evitar preguntar a Jacinto por lo satisfactorio o no de una experiencia que le suponía el pago de 120 euros.


Jacinto, con toda lógica aún manchado y húmedo en su entrepierna, se esforzó para esbozar una muy sincera sonrisa y responder:


-Ha sido el mejor día de mi vida.


Traspasó la puerta del centro y tanteó su bolsilló para marcar el número de su amigo Jaime. Lo mejor estaba por llegar. No podía esperar a contarle su experiencia.



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