sábado, 11 de abril de 2020

DIARIO DEL CORONAVIRUS (XXIII): SUPERSTITION













Llegado a este punto de este humilde diario pandémico he de enfrentarme a mi mismo, a mis temores y una vez más (qué para eso es un diario) confesar alguna intimidad.


Y es que alcanzamos la entrada del número que tengo por maldito, tanto es así que de momento ni siquiera citaré tal cifra. Es del todo absurdo, o precisamente todo lo contrario, que tomándome a mí mismo por persona racional y lógica caiga bajo el poder del pensamiento mágico, una sombra dominadora mucho más grande de lo que queremos admitir. Decía el bueno de Ernesto Sábato, genial novelista doctorado en física y matemáticas que había encontrado en las ciencias el orden que le faltaba en su vida, y por supuesto en la literatura, siempre sujeto al caos entrópico que determina la creación artística. Quiero pensar que sucede lo mismo en mí respecto al rito y la superstición, que complementa mi lógica y raciocinio. Es otra pata de la mesa sobre la que se sustenta mi existencia. Tiene que haber algún tipo de fuerzas que se escapan al entendimiento humano y que tratamos de aplacar en base a nuestros ritos y supersticiones (así funciona la religión sin ir más lejos), paradójicamente parece lógico, porque precisamente nada hay más lógico y natural en el ser humano que la contradicción y la paradoja.


Mi particular desasosiego respecto al número de Michael Jordan viene de lejos y me enfrenta a esos viejos temores de niñez que me han acompañado durante toda mi vida y han madurado a la par que mi propia persona. Un 23 de enero mi padre sufría un infarto terrible y nada repentino, de hecho unos días antes sufrió lo indecible aquejado de males que nunca había conocido, especialmente reflejados en el estómago. Algo dentro de su cuerpo se lanzaba en una montaña rusa que desembocó en el mediodía de aquel sábado en el que ya no podía resistir más y gracias al cielo encontró fuerzas suficientes para llegar al hospital donde salvaron su vida. Siendo yo todavía niño aquello me cambió totalmente la percepción de la existencia humana. El padre, ese personaje ascendente en tu vida, el que se supone es el primer héroe conocido en tu relato vital, de repente aparecía entubado en la UCI de un hospital con su vida pendiente de un hilo. Por alguna razón este cerebro mío del que sigo sin comprender su funcionamiento marcó la fecha, el número, como maldito. Admiraría las proezas de Jordan (y encima ya saben de lo mío con el deporte de las canastas) como he admirado (y encima ya saben de lo mío con el Real Madrid de baloncesto) después las de Sergio Llull, con ese recelo de quien mira una película de terror cubriéndose de tanto en cuando la cara y dejando un breve hueco entre los dedos para asegurarse de que la sangre no salpica la pantalla. Quiso el destino que muchos años después mi padre falleciera un 23 de septiembre, alimentando el halo maldito de dicho número. Entre medias un 23 de enero también nacía uno de mis sobrinos, para mayor desconcierto y paranoia esquizoide por parte de quien esto escribe.


Finalmente la única razón en caso de haberla de todo esto es ese funcionamiento cerebral desconocido al que he aludido, ese monstruoso enigma que necesita ser alimentado de rito, temor, magia y superstición ilógica que le ayude a comprender la lógica. He tardado años en enfrentarme a estas contradicciones que ahora veo, como digo, lógicas, y que pueden entenderse en algo que a día de hoy está tan asumido como son los trastornos obsesivos compulsivos (los famosos “tocs”)


Los peores años posiblemente fueron entre la pubertad y la adolescencia. Unos años horribles en los que con 12, 13 o 14 años de repente me sentía, con todas las letras, “viejo”. Acuciado por una angustia existencial insoportable el “toc” se apoderó de mí hasta el hecho de que ver una película en el cine, costumbre de la que gustaba de disfrutar, era un auténtico sufrimiento. Déjenme explicarme. Con los años he descubierto, como suele pasar con tantas cosas que en un momento dado te parecen tan nuevas y exclusivas que crees en un natural egoísmo que sólo te golpean a ti, que hay un “toc” muy frecuente que consiste en reducir a un número simple las matrículas de los coches que me encontraba a mi paso. Si veía un 2724, por ejemplo, tenía que reducirlo a 6, posiblemente sumando 27+24, igual a 51, y después 5+1. Una locura, lo sé, pero créanme, somos legión los que estamos en esto. Con ayuda de mi psiquiatra pude comprobar como este trastorno obsesivo compulsivo golpeaba más precisamente en momentos de ansiedad y nerviosismo, cuando la bestia gris que es el cerebro necesitaba más alimento. Pero este trastorno en el que sólo lograba aplacar el cerebro a través de los números durante aquellos años del niño que empezaba a crecer se convirtió en una rutina que iba mucho más allá. Ya no hablo de además de sumar las matrículas de los coches hacer lo propio con los número telefónicos de los rótulos publicitarios que iba encontrando a mi paso, lo mismo fuera un despacho de abogados que un taller eléctrico, al fin y al cabo seguía tratándose simplemente de sumar números. Un juego de niños. El problema de verdad llegó cuando entraron en escena las frases, las palabras, las sílabas, las letras. Así de repente, y aquí viene la auténtica tortura, me veía en la oscuridad solitaria de la sala del cine reduciendo las frases de los protagonistas a números. Si alguien aparecía en pantalla para decir “¡Qué magnífico día hace hoy!” mi cerebro contaba cinco palabras, diez sílabas, y veinte letras, con el tiempo justo para hacer el mismo ejercicio con la réplica que recibiera el actor. Un infierno alrededor, ya digo, de los 13 años, porque tenía miedo, porque me sentía mayor, porque me iba a morir, ¡yo qué sé!, todo eso acompañado, se pueden imaginar, de todo tipos de ritos y manías cada vez que caminaba por la acera, teniendo cuidado de no pisar determinada línea como si la calle fuera un campo de minas.


La segunda vez que vi a mi padre en la UCI ya era yo bastante mayor y consciente como para poder discernir la diferencia entre lógica y superstición. Pero recuerdo perfectamente como en los angustiosos momentos previos a la aparición del doctor para dar el reporte diario de su estado me “refugiaba” con la mirada fija en un número de teléfono de averías que aparecía en una pegatina en la puerta del ascensor de aquella planta. Me tiraba así los minutos que fueran necesarios hasta que se abriera la puerta de la UCI aplacando la bestia del cerebro sumando una y otra vez las cifras de aquel número de teléfono que ya sabía de memoria.


Todo este pensamiento mágico más propio de un hombre primitivo incapaz siquiera de explicar el ciclo del día y la noche que de un habitante de la tierra del siglo XXI me ha perseguido toda la vida. Sigo convencido de que yo di la décima copa de Europa al Real Madrid. Cuando en aquel mágico minuto 93 Luka Modric corrió hacía el banderín del corner para botar el saque de esquina algo me dijo que no mirara a la pantalla, que bajase la cabeza como había hecho semanas antes en el partido de Munich con dos goles del camero. Así lo hice y el resto es historia. Pueden imaginarse que ver un partido de baloncesto conmigo es insoportable. Apartar de la vista constantemente de la pantalla, mirar o no mirar según quien lance, subir y bajar el volumen del televisor hasta dejarlo en el punto en el que entren las canasta de mi equipo, cambiarme constantemente de sitio o asiento...


Estas jornadas terribles no soy ajeno a la superstición. Igual que en fútbol “zapeo” compulsivamente buscando el locutor que cante el gol de mi equipo y narre los fallos del rival, cada día que el reloj se va acercando a las 12, hora en la que solemos tener la puesta al día de las cifras de la pandemia en nuestro país, con el nuevo número de fallecidos, infectados, altas y demás, nervioso recurro a mis rituales en busca de la emisora de radio o web de medio de comunicación que me de datos positivos y esperanzadores. Lamentablemente no hay magia que valga en esto. Lamentablemente la lógica de la pandemia sigue golpeando. Pero como se trata de resistir, espero al menos y de momento resistir un día más, una entrada más. Lo bueno de llegar a mi número maldito, es que el siguiente ya no lo será.





Very superstitious, writing's on the wall
Very superstitious, ladders bout' to fall
Thirteen month old baby, broke the lookin' glass
Seven years of bad luck, the good things in your past

When you believe in things that you don't understand
Then you suffer
Superstition ain't the way

Very superstitious, wash your face and hands
Rid me of the problem, do all that you can
Keep me in a daydream, keep me goin' strong
You don't wanna save me, sad is my song

When you believe in things that you don't understand
Then you suffer
Superstition ain't the way, yeh, yeh

Very superstitious, nothin' more to say
Very superstitious, the devil's on his way
Thirteen month old baby, broke the lookin' glass
Seven years of bad luck, good things in your past

When you believe in things that you don't understand
Then you suffer
Superstition ain't the way, no, no, no




(“Superstition”, Stevie Wonder, “Talking Book”, 1972)



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